.
.
.
.
.
Tanto la censura como la pornografía son géneros artísticos extremadamente complejos. La estética del censor ha compuesto con los años un texto ilegible (inalcanzable) con tramos del Ulises de Joyce, las Memorias de una princesa rusa, escenas de las películas de Armando Bo (y de otros), estatuas con taparrabos, etcétera. Expedirse sobre el tema con absoluto rigor implicaría, por lo tanto, un refinadísimo análisis de toda la cultura. Trabajo seguramente pornográfico, censurable. Y que de hecho lo es. Las obras de Marx, Nietzsche, Sade y Freud, por ejemplo, son otros tantos intentos de sentar las bases de una intriga anticristiana, constituyen cierto veredicto contra la simbología del crucifijo, el pastor y el borrego. No lo olvidemos: el censor es solamente un representante extremo (pero ni de lejos el más peligroso) de nuestro cultivo sistemático de la pasividad y la culpa. Habría entonces que evadir la tentación fácil (y liberal) de centrar la cuestión en los verdugos profesionales, esos que a tijera, edictos y fuego componen una obra irrisoria. Si queremos pensar en serio en la censura, mejor analicemos el progresismo lacrimógeno que nos infecta desde hace décadas: la queja permanente porque los ‘malos’ triunfan; esos poemitas en que todavía el albañil simple y bueno se les sigue cayendo del andamio; esa concepción (tan tonta y paranoica como la censura misma), cuyo eje es que un puñado de ‘traidores’, vaya a saberse a qué, son los que impiden la realización del supremo bien sobre la tierra. Ahí está la censura: un pensar castrado de antemano por el ‘humanitarismo’, por el ‘amor al pueblo’, por la identificación imaginaria con las ‘causas nobles’, esas que siempre pagan al contado sus réditos de bondad a quienes las sustentan. Es importante recordar que quienes hacen ‘cultura’ en la Argentina no son los censores sino los autocensurados. Sería interesante, aunque sea por una vez, tratar de no equivocarse tanto. Quizá, el siguiente razonamiento, ayude a salir de la órbita de la queja: las obras verdaderamente transgresivas (Sade, Marx, Nietzsche, Freud) no son productos de buenos chicos que querían cantar su amor y los brutos represores no los dejaron. Ellos intrigaban conscientemente, deliberadamente, contra el modo de vida y la concepción cultural del censor, sin la coartada de ninguna ‘bella causa’. El saber es siempre perverso y violento.
Osvaldo Lamborghini
(Extracto de una entrevista a Osvaldo Lamborghini realizada por el diario Clarín en 1974).
Vía Paseo esquizo
.
.
.
.
.
Documental sobre la película «La Naranja Mecánica», de Stanley Kubrick, basada en la novela de Anthony Burgess «A Clockwork Orange».
.
.
.
.
.
.
Durante el prolongado proceso de realización del filme Barfly (1987) –protagonizado por Mickey Rourke y Faye Dunaway–, que duró casi 3 años, el director Barbet Schroeder le realizó una serie de breves entrevistas a Charles Bukowski. Reunió en este lapso unas 64 horas de material grabado. De aquí surgió The Charles Bukowski Tapes, un documento audiovisual de casi 4 horas de duración. Es un compendio de 52 entrevistas en donde se abordan temas diversos como el alcohol, las drogas, la violencia, las mujeres, la sensibilidad, la creación artística, la música, la poesía, algunas lecturas de su obra y el aburrimiento que le produce la naturaleza.
*Los videos tienes la opción de incorporar los subtítulos en español.
.
.
.
.
.
.
-Lo que va a oír ahora es el capítulo dos de Juan el apóstol, Juan hijo de Zebedeo. El discípulo querido. Dice Juan: Tres días más tarde se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fueron invitados también Jesús y sus discípulos. Y como faltaba vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice su madre a Jesús: No tienen vino.
Yo vagamente me acordaba. Las bodas de Caná es uno de los episodios que más fácilmente se fijan en la memoria. También me acordaba de que Jesús le responde a su madre con bastante desconsideración. Como el arqueólogo se había callado y me miraba, se lo dije:
-Me acuerdo, sí. Jesús le contesta a María con alguna brutalidad, le dice algo así cómo qué tengo que ver yo con esto, madre.
-Mujer. Le dice: Qué a mí y a ti, mujer. Es un hebraísmo muy frecuente en la Biblia. Se usa, en general, para rechazar una intervención molesta o inoportuna. Y Jesús agrega qué.
-Que todavía no ha llegado su hora.
-Bastante bien. Todavía no ha llegado mi hora. ¿Nunca reparó en algo? Después de semejante respuesta, María, su madre, quien no podía ignorar que Jesús era, para decirlo con tres palabras, hijo de Dios, lo que debió bastarle para no insistir, María se dirige a los criados de la casa y, sin darse por enterada de la negación de Jesús, les pide: Ustedes hagan lo que él diga. ¿Lo que él diga? Él ya ha dicho con bastante elocuencia que no piensa realizar ningún milagro casero, eso es lo que ha dicho… Le confieso algo. Siempre me gustó mucho esa parte. Hay en la terquedad de María algo formidablemente femenino y maternal. Como si dijera: Serás todo lo Ungido que quieras, serás hijo de Dios, pero yo soy tu madre, así que hagamos el milagrito y no se discuta más.
Abelardo Castillo
.
.
.
.
.
Hoy me despertó un hombre tocándome el hombro con dos dedos duros.
– Ya mismo se levanta, se baña, se lava los dientes, se pone la ropa y se va para el trabajo sin chistar.
Eran las 7.30 y sonó el despertador, pero no alcancé a bajar la alarma porque la apretó él. Se puso la mano en el bolsillo, abrió el armario y se quedó mirando la ropa colgada con gesto de no, no.
Le vi los ojos claros y distraídos. Entonces me animé a decirle:
– Es lo que pensaba hacer.
– Más le vale.
Lo seguí hasta la cocina sin pantuflas, movió la perilla del calefón y me pidió fósforos. Abrí el primer cajón y le alcancé la cajita del Savoy Hotel.
– ¿Dónde es ésto?
– En Olavarría.
– Ah. ¿Cuándo estuvo ahí?
– Hace un mes.
– Entonces ¿Por qué no la tira?
– Lo que pasa es que es un lugar lindo y me divertí mucho. Además no tengo otros fósforos.
– Déjese de macanas.
Encendió uno, prendió el mechero y graduó una llama suave. Después tiró la cajita y dijo:
– Vaya al baño, sáquese el camisón y rápido, que con tanta charla va a llegar tarde.
Al rato salí del baño con la toalla de manos enroscada en el pelo como una gitana; en el comedor no vi a nadie y cuando entré a la habitación tampoco. Sobre la cama tendida había un par de medias sin correr, una bombacha, un corpiño, una camiseta, el pullover de hilo rosado, la minifalda de jean y en la alfombra los tacos que nunca uso, lustrados.
En el espejo me veía bien y pensé que mi abuela no había estado tan errada regalándome ese pullover. Fui a la cocina pero no pude pasar porque el hombre salía con la bandeja del desayuno y la colocaba sobre la mesa del comedor.
– Vamos que se enfría. ¿Cuántas cucharadas le pongo?
– Tres.
Revolvió y abrió las cortinas para que entrara claridad, era un día lindo aunque el tiempo estaba como para camiseta.
Me senté, tomé un sorbo y él me alcanzó una tostada con manteca y azúcar; me había olvidado que desde el sábado guardaba ese pan en la bolsa.
– Qué rico. – dije y él sonrió sin dejar de desparramar la manteca en otra rebanada.
– Con dos está bien. – calculó y se fue hasta la biblioteca.
– ¿Tiene que llevarse algo de acá?
– No.
Descolgó la cartera del perchero y la revolvió toda, yo no quise ni mirar pero escuché:
– Esto es un quilombo, ordénela cuando vuelva. ¿Está bien?
– Sí.
– Listo, le puse una lapicera. Vaya poniéndose el saco mientras lavo la taza.
Se llevó la bandeja aunque quedaba un restito y me abrigué.
Metí las manos en los bolsillos y empecé a dar vueltas los ojos buscando las llaves, pero vino de la cocina con las mangas remangadas y el llavero tintineando en el aire.
Se acomodó el buso y me llevó de vuelta al baño porque se había despeinado lavando las tazas y yo no me había cepillado los dientes.
Desde el espejo me señaló:
– Las muelas también, bien al fondo. El cepillo no es para acariciar la dentadura, tiene que salir sangre.
Hice buches hasta que escupí agua clara que se fue por el desagüe.
Apagó la luz y decidió que dejase la ventana abierta para que se ventilara. Cerré con llave y caminamos una cuadra hasta la parada del colectivo. Me recomendó que me preparara la moneda porque a las 8.30 los choferes siempre andan nerviosos.
– Lo mejor es sentarse en seguida y no estar moviéndose mucho; tenga cuidado con el bolso y hágase dar el asiento, que para eso es mujer.
Extendió el brazo. El trescientos siete frenó sin parar del todo pero le dio tiempo a darme un beso abajo del ojo y decirme:
– Firme antes de entrar a la oficina que si no a fin de mes le van a descontar.
El resto de la mañana no necesité prender la estufa, pero a la hora del almuerzo, cuando llegué a casa y abrí la heladera no supe qué comer.
Natalia Reynoso Renzi
.
.
.
.
.
La primera escena del film de Fellini lo muestra remando en un agua de hule. Es la noche en Venecia, el momento previo a los fuegos de artificio, a la fiebre barroca del Carnaval y su festival de miserias vistosas. Pero es también algo más: un mar onírico, del que Giacomo Casanova no podrá huir jamás porque está preso en él, del modo infalible en que se está preso de lo que nos falta. Después vendrán los viajes, las cortes decadentes del Settecento, las agotadoras acrobacias sexuales que su cuerpo despliega mientras un pájaro fúnebre, que lo acompaña a todos lados como una prótesis (y un amuleto), lo imita con frenesí. Nada lo salvará del exilio (que es previo e interior). Nada lo curará de saber que el viaje a través del cuerpo lleva a ninguna parte. La escena crucial del film es, por eso, el baile con la muñeca de porcelana, la autómata perfecta de la Corte de Wűrttemberg.
Casanova la ve y queda embelesado, como si, de pronto, reconociera en ella algo de sí mismo: le habla (o, más bien, dialoga con ella en silencio), le hace reverencias, la corteja, la acaricia con ternura y gira con ella, en círculos, con sus calzones de lana y su capa de Drácula, como si ambos estuvieran adentro de una cajita musical. Para cuando la deposita en un lecho de seda púrpura y sobreviene el acto sexual, ya es claro que el juguete mecánico es doble, que también él es mero espectáculo, que el deseo es un espejo frío cuya energía procede, no de la vida, sino de la frontera entre la vida y la muerte.
Fellini ha escrito, a propósito de Casanova, que se propuso contar las aventuras de un zombie y que, en la escena del baile con la muñeca, lo que más le afligía era el rostro de Sutherland: conseguir que la expresión se petrificara en “una sonrisa boba, cada vez más absorta en la nada.”
Lograda la escena, como si hubiera podido quitarse un peso de encima, el film encuentra su resolución. Una gran tristeza cunde en la biblioteca donde Casanova, ya viejo, se prepara a morir. A esto lo han conducido sus quimeras ilustradas, sus hazañas de pelele, su errancia ontológica de huérfano incomprendido. No hay lucha. No podría haberla. Fellini pareciera sugerir que, entre el artista abandonado y el amante de lo imposible, hay algo en común: una inmensa fatiga ante las palabras, las imágenes, los ruidos que no tienen razón de ser, que vienen del vacío y se dirigen al vacío.
Pequeño mundo ilustrado, María Negroni (Caja Negra Editora, 2011)
.
.
.
.
.
.
Conocía a Etgar Keret (1967) como un escritor israelí de cuentos cortos, pero al parecer es también guionista de televisión y director de cine israelí. Es considerado por algunos como el máximo exponente de la narrativa moderna en hebreo, por su empleo del lenguaje corriente para contar historias donde la vida cotidiana, el humor negro, el surrealismo, lo grotesco y lo infantil forman parte de un mismo universo.
Les dejo a continuación una entrevista realizada por la revista Lee+, y debajo dejo otra emitida por la Noticieros Televisa de México.
Entrevista a Etgar Keret, con motivo de su visita a la feria del libro de Guadalajara en diciembre del 2013: 1º parte 2º parte
.
.
.
.
.
.
(Extraído de «Peter Pan», de James M. Barrie, traducción de Leopoldo María Panero, Ediciones Libertarias, Colección Libros de Bolsillo nº19, Madrid, 1998)
Nadie, que yo sepa, ha connotado hasta ahora la inefable rareza de la literatura infantil. Del mismo modo, nadie, que yo sepa, ha admitido hasta hoy lo que del niño se escapa de la concepción normal del niño, la inefable «rareza» de la subjetividad infantil.
Pero empezaremos por la literatura, antes de nuestro inevitable encuentro psicológico del tema. Al cajón de sastre de la literatura infantil han ido a parar autores desesperados y profundamente misántropos como Jonathan Swift, escritos contra el género humano como los «Gulliver’s travels» al mismo tiempo que obras tan esquizofrénicas como «Alicia en el país de las maravillas» o «Alicia a través del espejo», de Lewis Carroll (1), así como finalmente obras como las que aquí nos preocupan, el «Peter Pan» de James Matthew Barrie, quien no desdeñó en otras páginas abordar la literatura de terror (2). La moda actual de la literatura infantil pone efectivamente de relieve el carácter esquizofrénico de toda ella, hecho evidenciado por su inclusión en la literatura moderna de vanguardia, toda ella esquizofrénica al decir de Roger Gentis (3). Y es que existen, creo, dos antecedentes claros de literatura moderna o de vanguardia: estos son la literatura de terror y la literatura infantil. No toda la literatura infantil, sin embargo, está tocada de ese «olor» esquizofrénico, de esa singularidad máxima propia de la literatura moderna, de esa singular rareza que consiste, como afirma Todorov, en que en ella el terror se halla por todo el relato, y no sólo en una parte de él. Definición ésta de lo moderno que toma a Kafka por su modelo favorito, al tiempo que nos aleja de piadosas ideologías «postmodernas» que restan de la literatura, so pretexto de no sé qué avances, la angustia y la muerte (4). Con ellas, la edad actual, la edad más obscura, al decir de Ronald D. Laing, se quedaría sin el refugio de la literatura, y sumida en un horror analfabeto, ya que por muchas postmodernidades que se inventen, no se ha avanzado nada hacia el goce.
Yendo todavía un poco más allá en nuestra digresión, la noción de vanguardia como esquizofrénica debiera caracterizar a toda la literatura, como pretende en su notable estudio Javier del Amo, ya que ésta siempre plantea el dilema de una realidad divergente, heteronómica. Del mismo modo, por lo que toca a la literatura infantil, el sueño de Peter Pan no es dulce, y la literatura de L. Carroll «da miedo». La locura se hace acompañar de una niña, y las niñas son las únicas que escuchan, «fieles a su realidad», las historias del loco. Y es que, dejando aparte su literatura, existe una percepción de la realidad en el niño que no ha de interpretarse como una «manque», como una falta de lo real, sino como una divergencia que tiene todo el derecho lógico a existir, lo mismo que la geometría no euclidiana a negar matemáticamente la estructura perceptible de lo espacial.
Del mismo modo, la realidad del niño no ha sido concebida, hasta ahora, como lo que es, es decir, como una realidad divergente, por cuanto no por nada el adulto procede fatalmente a olvidarla, ya que el Ello, según se dice, se crea a partir de los cinco años. De ahí lo que de revolucionario pueda tener el mito de Peter Pan, el niño que no deja de ser niño, milagro que sólo se encontraría en Wendy bajo la forma de Demencia traviesa. Y ello por cuanto esa realidad misteriosa y divergente que late en la infancia no es ajena a la substancia de eso que se ha llamado locura. Lo que luego se llamó esquizofrenia tuvo en principio por nombre el de Daementia precoz o demencia traviesa, sugiriéndose con ello la idea de que la llamada locura no es sino una regresión a la infancia. A algún sitio ha de volverse, por cuanto el vacío no existe y tampoco los viajes a ninguna parte, y en alguna parte de nuestra existencia ha de estar personificado y hecho real lo que luego en ella demora como una potencia o instancia, el inconsciente. En efecto, las alucinaciones del loco son en el niño una forma natural de percepción, por muy increíble que esta afirmación pueda parecer a alguien distinto de una madre avezada en el conocimiento de lo infantil. Peter Pan es, en el cuento, una alucinación de los niños, tal como en otros casos sucede con enanos y duendes, población natural de la mística infantil. Asimismo, un nivel del que responde lo que Freud llamaba «el retorno infantil del totenismo» Peter Pan es la figura totémica del Gran Dios Pan, como muestra, por ejemplo, su flauta, detalle insoslayable de aquel dios. El niño, como el loco, es el enemigo natural del vampiro, al que también se llama «revenant», o el que vuelve.
Pero aparte del niño y del loco, aunque con una relación nada imaginaria sino natural, existe una tercera persona que tiene acceso a las fuentes de la realidad divergente, de lo suprarreal, del ello o inconsciente. Esta tercera persona es el escritor, y el riesgo de su aventura no radica en ninguna bebida o maléfica droga, sino en que su experiencia delimita ese otro modo de percepción u olor que caracteriza a la experiencia esquizofrénica. La función del escritor es, pues, la función psicoanalítica de canalizar y territorializar este sistema, la lacaniana función de circunscribir el inconsciente.
La neurosis es, así, el tema de la literatura, no su forma. De ahí que la psique del autor suela salir dañada de esta empresa, y que el clavicordio estropeado de Holderlin produzca las mejores notas. La imaginación es siempre una potencia mórbida. Todos tememos la llegada de Peter Pan en nuestras habitaciones cerradas, de aquel que echa a volar, demonio travieso, los papeles para recogerlos después formando una nueva y sorprendente figura. La percepción literaria es una percepción distinta, una percepción tiránica. Como titán es aquel que vuelve de la locura.
Traigo recuerdos del País de Never More: el ojo de una bruja, la cola de una sirena y el gusto de Garfio por las frases de buen tono.
Duro es el precio a pagar por tan sólo la cola de una sirena.
Que los viejos la admiren, como a Susana, e imaginen su rostro.
Yo me esconderé en el Árbol del Ahorcado.
________
(1) Vid. Gilles Deleuze, «Logique du sens», cap. ‘La pareja del
esquizofrénico y la niña’.
(2) Vid. la «Antología de la literatura fantástica», de López Ibor,
que incluye un relato de James Matthew Barrie.
(3) Roger Gentis, «Le mur de l’asile».
(4) Lo mismo que Kojeve dice de Marx, que ha suprimido de Hegel la
angustia y la muerte.
.
.
.
.
.
.
Compartimos este retrato del escritor Mario Levrero realizado por «Uno de nosotros«, una serie producida por la televisión uruguaya.
Mario Levrero fue una figura de cien aristas: creador de crucigramas, fotógrafo, librero, guionista de cómics, interesado en los fenómenos paranormales, amante de la literatura de Kafka, del surrealismo, del policial, y, finalmente, un maestro para muchos de nosotros.
.