Charla de Marcelo Cohen realizada en el Club de Traductores de Buenos Aires el 3 de mayo de 2010.
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Sergio Bizzio. Fragmento de la entrevista realizada para el archivo de la Audiovideoteca de Escritores, en el año 2013.
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«La primera vez que lo vi a Celso Villaflor fue en el salón ‘Quimicome’; él estaba por leer algunos capítulos de su novela ‘Las fieras’, pero se hizo un espacio para saludarme, aunque no me conocía. En dos trancos que parecían palas mecánicas estuvo a mi lado y me estrechó la mano. Yo dije ‘mucho gusto en conocerte’, y el respondió ‘todavía estoy de turno’. Creí entender a qué aludía, pero no hice comentarios ante el temor de embarrarla. Le dije ‘creí que eras gordo’ y no hizo esperar su réplica, ‘es que mi cuerpo lo dejo en casa, durmiendo la siesta, o comiendo un sándwich, no sé. Lo que ves es mi espíritu que no pesa nada’. Nos reímos, seguros de sentirnos en sintonía, pero no pude resistirme a preguntarle ‘¿pero no tenés hambre?’ ‘La verdad que sí’, respondió, ‘vayamos todos a comer una pizza’. Me quedé pensando, y se lo dije:
-Los espíritus no comen.
Me miró con desprecio; no supe cómo tomarlo. Mejor dicho, lo tomé mal, pero tenía que disimular. Prosiguió:
-El que se va a comer es mi cuerpo, gil; a mi espíritu lo dejo sentado allí, leyendo pavadas. Total, nadie se da cuenta de nada.
Me reí, por hacer un gesto; se notó el alambre de mi aparato dental.»
(En «De cómo la gente conoce a Celso Villaflor y cuáles son las cosas que este hace y dice», www.villafanablog.com)
«Recuerdo haberme encontrado con Celso Villaflor en el club ‘Alternov’, cuando se disponía a dar una charla sobre ‘los efectos del timbalirio y su paradójica absoluta falsedad’. Me dijo, como al pasar, por decir algo que imaginó me podía caer bien, aunque no me conocía, ‘cualquier bardo puede ser una tormenta de flores, ¿oíste?’, y convencido de que me había caído simpático, se dirigió a la mesa, que compartía con Quique Rolón.»
(Ibid.)
«Soy Celso Villaflor’, me dijo, y le respondí ‘encantado’, pero no tenía idea de quién se trataba. Una amiga me sopló que se trataba de un escritor muy conocido, que hacía poemas y cuentos, y que además se sabía de memoria unas cuantas poesías de sus amigos. Pensé en que yo también hacía versos, y le dije a mi amiga, ‘acerquémonos, a lo mejor ligamos algo’. ‘Pero si ya estamos cerca’, dijo Celso Villaflor, que estaba escuchando todo, ‘ya sé, ya sé, le dije’, y no supe cómo continuar. Mi amiga, que me azuzaba con pellizcos en el hombro, decía por lo bajo, pero audible para cualquiera que pasase por allí, ‘pero es Celso Villaflor, ¡es Celso Villaflor!’, lo que el propio Celso Villaflor confirmó: ‘sí, soy Celso Villaflor’. Ahí sí, le di la mano, y cuando la retiré pensé para mí, ‘he estrechado la mano de Celso Villaflor y no se ha producido ningún cambio enzimático digno de mencionar’.”
(Ibid.)
«Ese que está durmiendo en una silla es Celso Villaflor; por favor no lo molestes.»
«¿Y por qué habría de molestarlo?»
«Todos quieren molestar a Celso Villaflor, y no creo que seas una excepción.»
«No me interesa en lo más mínimo Celso Villaflor.»
«¿Y entonces, qué haces aquí, pibe?»
«Nada, pasaba.»
«¿No sabías que por aquí andaba Celso Villaflor?»
«No, no sabía.»
«Bueno, entonces, andalo sabiendo: ese que está allí, durmiendo como un tronco, es Celso Villaflor.»
(Ibid.)
«Aquel día no había ido nadie, y Celso Villaflor esperaba ser presentado a alguien; una voz dijo ‘allí hay uno’ y me señaló a mí. Se me acercaron tres de los adláteres de Celso y con grandes gestos y voces estentóreas me saludaron, ‘¡llegaste justo, Celso Villaflor pide que lo conozcas! ‘ Yo soy lerdo para reaccionar, y si me hablan fuerte, quedo mudo. El trío, al notar mi falta de reflejos, me sacudió por los hombros, ‘¡Celso Villaflor espera ser conocido por vos!, ¿qué te pasa?, ¿querés agua?, ¿leíste el último cuento real de Celso? ‘ ‘No’, solté, y dejaron escapar exclamaciones de asombro. Uno de ellos sacó del interior de una mochila un ejemplar de ‘Urge la apuesta’ y me lo alargó. Lo ojeé a ciegas, dije ‘está bueno’ y callé.
-¡Celso! ¡Dice que está bueno!
Celso Villaflor apareció al trote:
-¿Así que decís que está bueno?
Bajé la cabeza.
-¿Está bueno? ¿Está bueno? ¿En serio que está bueno?
No dije nada. Celso Villaflor consultó con sus amigos:
-¿Y ahora cómo sigo?
-Tenés que presentarte, no te queda otra.
-¿Pero no creen que así se bastardea la esencia de ‘De cómo la gente conoce a Celso Villaflor y cuáles son las cosas que este hace y dice’?
-Hay que ser un poco flexible, excelso Celso, la cosa es sumar.
-¿Les parece?
-Confiá en nosotros.
Celso se volvió hacia mí:
-¿Cómo te llamás?
-Armando.
-¡Armando! ¡Qué tal Armando! ¿Te gustaría conocer a Celso Villaflor?
Pensé: o este cree que soy estúpido, o algo le falla. Hice un tanteo:
-Celso Villaflor sos vos…
Se le iluminó el rostro, me estrechó la mano:
-Soy Celso Villaflor. Y ahora, perdoname, me esperan en la otra punta.»
(Ibid.)
«Celso Villaflor cavaba un pozo cuando llegamos en delegación dispuestos a conocerlo. No pensábamos que lo íbamos a encontrar en medio de esa tarea, nos habían dicho que Celso iba a brindar una conferencia, o una charla, o algo así, y nos vinimos preparados para ello. La cosa es que esperamos a que se tomara un descanso, que nunca llegaba, Celso no dejaba de cavar y nosotros allí, a la espera de una palabra. Que nunca llegó; nos fuimos una hora más tarde, un poco frustrados, Celso Villaflor de espaldas no denotaba nada particular. Miembros de un tur que llegó al mismo sitio al día siguiente, contaron que pudieron verlo a Celso Villaflor tomando un vaso de agua al pie de la excavación. Aún así, todos coinciden en que no fue gran cosa.»
(Ibid.)
«Conocimos a Celso Villaflor una mañana helada, era invierno y viajábamos en colectivo. Nuestra ventanilla no cerraba bien y nos moríamos de frío. Nos paramos para buscar un sitio más caliente, lo importante no era estar sentado sino evitar una otitis, a la cual nosotros somos propensos, más que el promedio de la población. Apenas nos pusimos de pie, una figura avanzó desde el fondo al grito, ‘déjenme sentar, soy Celso Villaflor, encantado’. Una vez sentado, el tipo que se anunciaba como Celso Villaflor nos encara:
-Yo soy Celso Villaflor y me parece que hoy bato un récord.
Como no entendíamos de qué se trataba, no dijimos nada.
-Digo que hoy bato un récord, pero está mal. No es así. ¿Cómo se llama, o cómo se dice cuando un escritor es conocido, o es dado a conocer, por dos, a dos personas como ustedes, que viajan en una línea de colectivo, sin intenciones de conocer a un poeta, pero no, o pero sí, lo conocen, de modo inesperado, porque ni siguiera imaginaban su existencia? ¿Cómo se llama?
No sabíamos si responder o no; al final me anime yo:
-No sé.
Celso Villaflor se desentendió de nosotros para abocarse a cerrar, o intentar cerrar, la ventanilla.»
(Ibid.)
«No pude creer que aquel que gateaba para conseguir no sé qué cosa extraviada debajo de unos cajones era Celso Villaflor. No porque no me lo imaginase haciendo ese tipo de cosas que cualquiera puede emular, sino que le dedicaba demasiado tiempo al menester. Al no obtener los resultados esperados, esto es, al no encontrar los objetos que buscaba, Celso Villaflor profería juramentos que advertían acerca de que no se habría de levantar hasta no haber logrado su propósito. Y no lo logró, puedo dar fe, no sólo porque no alcanzaba con sus manos, sino porque no había nada. Alguien me dijo después que tal acto de Villaflor era una excusa para evadirse de aquellos que desean conocerlo y así ser anotados en su libro de visitas. Yo no estoy están seguro, y que sepan disculparme. De todos modos, lo llamé y él se dio vuelta. ‘Estoy hecho’, me dije, y me volví.»
(Ibid.)
– Maltratado de Crítica –
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Cap. 8
Todo llega, y un día le llegó la decisión de escribir, por sorpresa, intempestiva, casual. En realidad no decidió nada, sino que escribió directamente. Quizá debía ser así. Se pasaba el tiempo decidiendo escribir, y no escribía. Tenía una fantástica capacidad de postergación, y las decisiones, aun las más serias y planificadas, eran parte del mecanismo de postergación. De modo que para que lo hiciera tuvo que llegar ese momento en que, por estar distraído o desocupado, se saltó la decisión y lo hizo, sin más.
Fue una tarde en que no tenía nada que hacer. Nunca tenía nada que hacer, pero ese día menos. Como estaba lloviendo, no podía salir a caminar. Los chicos tampoco podían salir a jugar, y se habían puesto insoportables. Buscando una postura desde la que pudiera reclamar un poco de paz, se sentó a la mesa y desplegó sus útiles de escribir. Para verosimilizar, y mantener en el tiempo la comedia, escribió realmente, cualquier cosa, sin pensar, unas palabras al azar, con las que de pronto se dio cuenta de que sin querer, y cambiándolas de ubicación, había hecho un verso. No significaba nada porque era un verso, no una frase; pero a ésta podía completarla con otro verso. El sentido, aunque disparatado, se armó solo. De inmediato le vino otro verso a la cabeza, otra media frase, que completó con un cuarto verso, y entonces se le ocurrió que, ya que se había puesto y estaba saliendo, podía hacer algo y llevárselo a Parménides. No sería difícil hacerle creer que lo había hecho como un resumen de las ideas que habían ido apareciendo en el curso de sus conversaciones. Todo podía pasar por fragmento de un libro que nunca había tenido nombre ni tema ni intención. Además, estaba seguro de que no lo leería: lo aprobaría a priori, por el solo hecho de que se viera en hexámetros, sin molestarse siquiera en confirmar que los acentos estuvieran bien puestos. (Lo estaban, pero sólo porque para Perinola era demasiado fácil; le era más fácil ponerlos bien que mal.)
Los versos que se iban acumulando no tenían mucho sentido, o ninguno. Mejor así. Se prestaban a cualquier interpretación. Y no era tan difícil darle un sentido, o acentuar de modo intrigante o sugerente su sinsentido, precediéndolos de versos que anunciaran alguna palabra o giro. Lo hizo: escribió unos versos “anteriores” y después otros anteriores a ésos, y después otros que seguían a los que había escrito en primer lugar. Siguió así, alternando, escribiendo desde el centro hacia el comienzo y el final. Nunca había probado de escribir de ese modo, siempre había dado por supuesto que se escribía en una sola dirección, empezando desde el principio. Y quizá realmente se hacía así. Lo que estaba haciendo ahora se parecía más a dibujar que a escribir, y sólo debía de ser posible hacerlo con palabras cuando se escribía sin un sentido a la vista.
Pero las palabras (como seguramente las líneas de un dibujo, en otro plano) tenían su propia lógica, y el texto mismo empezó a crear un sentido. Perinola se montó a él con la mayor naturalidad, desde el momento en que se dio cuenta de que ese “centro” que se había escrito por sí solo conformaba una descripción, una escena. Se hizo cargo de lo que seguía (y precedía), como si hubiera habido una intención de su parte; y en tanto la asumía, la había de verdad.
La descripción que había aparecido era la de una superficie vacía que se extendía sin límites visibles… Le pareció el mejor punto de partida posible, si de lo que se trataba era de escribir “cualquier cosa”, pues esta premisa incluía tanto al todo como a la nada. La superficie vacía, por estar vacía, no tenía nada, pero también podía contenerlo todo (mejor que lo que contenía “algo”) como inminencia o amenaza. En un segundo nivel, no estaba describiendo otra cosa que su propia situación, ante un patrón que le pedía que escribiera un libro y no le decía qué libro quería.
Pero no se demoró pensando en dobles fondos o alegorías porque ya el argumento visible lo arrastraba y le dictaba la continuación. Recordaba, de cuando escribía (y el recuerdo le traía la extensión de tiempo que había pasado sin escribir), que siempre pasaba así: del más pequeño agujero de la imaginación podían salir figuras y palabras sin fin, una riqueza innumerable por la que no había más que dejarse llevar. Esta facilidad sobrenatural devaluaba un poco la idea del trabajo. Bastaba tocar la nada con la punta del dedo para que brotara el todo.
Podía deberse a la presión acumulada durante estos años sin escribir, sobre todo porque habían sido años en que había vivido en un clima espiritual de escribir. En realidad, escribir y no escribir se parecían mucho, ésa era la lección que le había dejado su colaboración con Parménides. Durante toda su juventud Perinola había escrito, había escrito mucho, y no le había servido de nada. Desde que empezaron a pagarle por escribir, no había escrito nada (no por culpa suya) y había ganado plata, había ganado un amigo, su vida se había transformado para bien, con todos los beneficios que antes esperaba de la escritura. En cierto modo, no hacerlo era hacerlo de verdad, en la realidad. La explicación de esta paradoja debía estar en el estatuto ambiguo de la literatura respecto del mundo real.
Sea como fuera, la “superficie vacía” que quedó en el comienzo (o sea: en el centro) de su borrador, estalló en evocaciones y fantaseos, como una llanura del país de los sueños, por donde corrían las bestias invisibles de las formas. Era el blanco, el vacío, que lo recibía todo, y seguía siendo nada. Eran tantas las sugerencias que le traía, tantos ritmos (que sólo pedían palabras para sonar realmente) se entrecruzaban en su cabeza, que sentía como si pudiera escribir al mismo tiempo los versos que anticipaban desde lejos la llegada a esa llanura y los que relataban sus paseos por ella. Y más o menos empezó a hacerlo. Pero cuando todavía estaba en la descripción preliminar de la superficie notó que algo fallaba…
O ni siquiera lo notó, no era necesario notarlo, la escritura lo hacía por él. Un verso sobre la extensión de esa superficie debía mencionar los ángulos que la delimitaban, es decir, que no la delimitaban porque no tenía límites. Lo que tenía que decir de los ángulos es que no los había… Pero si no los había era porque la superficie no tenía superficie, o más bien: todo era superficie, un continuo de superficie que no cesaba… No. No podía seguir por ese camino negativo porque se quedaba sin nada que decir antes de empezar a decirlo. Quizá había un modo de volver positiva la anulación, de hacer productivo el vacío… El problema estaba en la “superficie”, y después de todo, no era más que una palabra. La borró, dejando el resto. Probó de reemplazarla con “esfera”. Sintió, antes de que lo comprobara la razón (que, de hecho, no lo comprobó nunca), que esa pequeña modificación lo arreglaba todo, y no era necesario cambiar nada más.
Debería haberse recriminado el error inicial, pero fue al contrario. Sintió una tremenda satisfacción por haber empezado mal; corregirse aumentaba el placer del hallazgo. Y no era sólo una gratificación subjetiva, sino que el texto ganaba inmensamente por esa vuelta atrás. Si hubiera empezado con la esfera, le habría adjudicado los rasgos convencionales de una esfera, y habría resultado una banalidad. En cambio, al empezar con “superficie”, y después cambiarla por “esfera”, en un trueque puntual de palabras, sin modificar el contexto, la “esfera” se volvía extraña, novedosa, bastante inasible, y por lo tanto un buen objeto literario.
Fue la única corrección que hizo, porque a partir de ahí todo fluyó sin tropiezos, como si ese falso comienzo y esa corrección hubieran abierto un camino en el que ya no había vuelta atrás.
La esfera era realmente mágica. Lo notó al seguir escribiendo, ya compenetrado con ella. Pensar en una esfera, a condición de no pensar en otra cosa, es decir, no pensarle adornos o poblaciones o irregularidades, equivalía a ser pensado por la esfera. Su volumen, puro y compacto, iba en todas direcciones a la vez. Lo puso, y agregó, en tanto se lo permitió la medida del verso, que no “iba” sino que “estaba” en todas las direcciones, ocupándolas con su perfección ultrasimétrica. También en la escritura iba en todas direcciones, y no sólo hacia los versos que la precedían y la seguían, sino asimismo hacia la forma y el contenido, hacia las palabras y las ideas… Hacia Parménides y Perinola. Lo colmaba todo, o, mejor dicho, lo había colmado. Todo quedaba incluido, y no había más que decir. Pero de algún modo se podía seguir diciéndolo.
Por ejemplo, se podía decir que la esfera general no se movía. Le dedicó un verso a decirlo. No supo si ponerlo antes o después, así que lo puso en cualquier lado. La inmovilidad estaba implícita en la idea inicial, pero igual se lo podía decir (nadie se lo impedía). Con todo lo demás pasaría lo mismo. Se dio cuenta de que había entrado en el campo de la redundancia. Cualquier cosa que dijera ya habría sido dicha; la redundancia reemplazaba a la significación. Intuía que el discurso de la redundancia era el único que podía entender su patrón Parménides, el único que quería oír, porque era el único que se podía querer oír; lo no redundante nadie podía quererlo porque creaba el deseo y no podía estar precedido por éste.
La esfera no se movía porque no tenía dónde hacerlo. Tal como la había postulado, sin acompañamiento alguno, ocupaba todo el espacio, hasta identificarse con el espacio. Lo demás salía mecánicamente, tanto que pensó en dar un giro para que comenzara una historia; por ejemplo, imaginar un salto dimensional, y que la esfera se volviera una bolita (de cristal) rodando por una ladera, y alzando la vista se vieran montañas, y grandes animales, y una ciudad fortificada en la cumbre más alta… Sintió entrar el aire en su mente, un viento que lo aligeraba. En ese paisaje su inspiración tendría campo libre para operar; la clausura abstracta de pura lógica que se había impuesto con la “esfera” y su producción automática no era lo que le convenía ni gustaba. Prefería lo inesperado, las sorpresas de la aventura, de la guerra, del amor. Y le gustaba haber empezado por el otro extremo, pues así podría hacer la deducción de lo concreto a partir de lo abstracto, y hacer en esa deducción el relato del nacimiento de la poesía. En un brinco instantáneo de la imaginación pudo ver el paisaje (las montañas, las megabestias, la ciudad entre las nubes) en toda la riqueza abigarrada de figuras y avatares que permite una visión de conjunto, aun a sabiendas de que cuando se lo dibuja línea por línea se empobrece.
Pero no llegó a dar el salto. La mecánica de la esfera (de lo abstracto) lo absorbía, por lo fácil que era. No podía parar de anotar los versos que le dictaba la obviedad, siempre de abajo hacia arriba; no había terminado de escribir un verso que ya sabía cuál era el anterior… Mejor así: lo que realmente quería escribir, los giros insólitos de la aventura y la belleza, los dejaría para después, para su propio libro… Fue la primera visión que tuvo, fugaz y deslumbrada por la pasión de quererlo, de lo que escribiría de verdad, cuando hubiera terminado con Parménides. ¿Cómo sería su libro? No lo sabía. Lo cegaba el deseo de escribirlo. Sería “hermoso, rico, emocionante”. Sonrió, o habría sonreído si se hubiera detenido a pensarlo: estaba comportándose como Parménides. Quería un libro pero no sabía qué libro quería. Había hecho mal en burlarse de su amigo: todos los escritores hacían lo mismo, y gracias a ese punto ciego existían los libros.
César Aira
– Parménides –
Vía Verano 12
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Abrazos y mojitos para todos
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Discurso pronunciado por David Foster Wallace en la Universidad de Kenyon (Gambier, Ohio) el 21 de mayo de 2005.
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