Saul Bellow (Lachine, Montreal, Quebec, 10 de junio de 1915-Brookline, Norfolk, Massachusetts, 5 de abril de 2005) fue un escritor canadiense y estadounidense de origen judío-ruso. Nació en Canadá, pero vivió desde pequeño en Estados Unidos. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1976
Por Alejandro Dato
En su paradójico estilo, un escritor vanguardista planteaba no hace mucho que los jóvenes novelistas de hoy día, al carecer de conflictos en sus vidas, los inventaban en sus ficciones, cuando esto era lo único que no debían inventarse, ya que así quedaba obstruida la genuina invención novelesca, el submarino del capitán Nemo o la locura de Don Quijote, que era lo que se inventaba para huir del conflicto.
El caso de Graham Greene, para el que tanto sus viajes como el acto de la escritura, según propone en su autobiografía, eran vías de escape, parece en este sentido un ejemplo de manual, y también otra paradoja, ya que sus viajes como corresponsal, de manera invariable, lo llevaban a puntos de conflicto: al Haití del “Doc” Duvalier, al Kenia agitado por el levantamiento de los Mau Mau, a las turbulencias de la Cuba revolucionaria, o al castigado Vietnam en el que se derrumbaba el imperio colonial francés. Este último es el escenario de la novela que quiero comentar: El americano tranquilo. Y lo primero que puede decirse es que comenzada su lectura, el mundo que rodea al lector se desvanece como un murmullo de fondo.
La historia se sitúa en la Indochina francesa en la década del cincuenta. Las fuerzas coloniales están perdiendo ante el Vietming y Estados Unidos busca posicionarse en la zona para combatir el avance del comunismo. Esta triada está encarnada en los tres personajes principales de la novela. Thomas Fowler, el narrador de la historia, es un corresponsal de guerra británico, de mediana edad, que ya lleva cinco años cubriendo el conflicto y dos de convivencia con Phuong, su joven amante vietnamita. Esta situación más o menos estable, condimentada por unas periódicas pipas de opio, se ve amenazada con la llegada de Alden Pyle, un agente encubierto de la CIA. Así describe Fowler la primera impresión que le dejó el norteamericano:
«Lo había visto en septiembre pasado cruzar la plaza hacia el bar del Cont inental: una cara inequívocamente joven y sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo. Con sus piernas desgarbadas y su corte de pelo militar y su amplia mirada de universitario, parecía incapaz de hacer daño».
Valga aclarar que Pyle tiene treinta y dos años, su cara sin usar no es fruto de su edad sino un rasgo de carácter, y ya desde un primer momento se muestra como un personaje peculiar. Amable y respetuoso en el trato, poco propenso a las efusiones de sus colegas norteamericanos, no bebe alcohol y la única vez que entra en un cabaret le aflige que unas chicas tan jóvenes tuvieran que prostituirse.
“Le dije a Phuong:
—Me gusta ese tipo, Pyle.
—Es tranquilo —contestó, y el adjetivo que fue ella la primera en usar se le adhirió como un mote escolar, hasta el extremo de que se lo oí usar incluso a Vigot, cuando me contó la muerte de Pyle, sentado allí con su visera verde.
Detuve nuestro trishaw frente al chalet y le dije a Phuong:
—Entra y busca una mesa. Es mejor que yo me ocupe de Pyle.
Ése fue mi primer instinto: protegerlo. Nunca se me ocurrió que había una necesidad mayor de protegerme a mí mismo. La inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella: la inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño.”
Para entonces Graham Greene ya es un narrador experto, con diecisiete novelas a su espalda, y sabe cómo mantener el interés del lector. La candidez de Pyle es un rasgo inesperado en un espía y tiene consecuencias inmediatas. Se enamora de Phuong nada más verla, y dado que admira y aprecia a Fowler, se siente en la obligación moral de advertirle que le pedirá la mano a su amante para que se case con él. La escena en la que finalmente le propone casamiento resulta memorable. Como el francés de Pyle es muy malo y Phuong no comprende el inglés, Fowler termina oficiando de traductor.
“Traduje lo que decía con meticuloso cuidado —sonaba peor así—, y Phuong estaba sentada en silencio con las manos en su regazo como si estuviera escuchando una película.
—¿Lo ha comprendido? —me preguntó Pyle.
—Hasta donde yo puedo saberlo, sí. ¿No querrá usted que yo le añada un poco de fuego, verdad?
—Oh, no —dijo—, sólo traduzca. No quiero perturbarla emocionalmente.
—Ya entiendo.
—Dígale que quiero casarme con ella.
—Se lo dije.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Me preguntó si hablaba usted en serio. Y le he dicho que es usted de ese tipo de personas serias.
—Supongo que ésta es una situación extraña —me dijo—, que tenga que pedirle a usted que me traduzca.
—Bastante extraña.
—Y sin embargo, parece tan natural. Después de todo, usted es mi mejor amigo.
—Es muy amable de su parte decirme eso.
—No hay nadie por quien aceptaría meterme en problemas excepto por usted —me dijo.
—¿Y supongo que enamorarse de mi chica es como meterse en problemas?
—Desde luego. Ojalá fuera cualquier otra persona, Thomas.
—Bueno, ¿qué le digo ahora?, ¿que no puede usted vivir sin ella?
—No, eso es demasiado emotivo. Y tampoco es toda la verdad. Tendría que irme, por supuesto, pero uno lo supera todo.”
Graham Greene pasó cuatro inviernos en Saigón entre 1951 y 1954 como corresponsal para Le Figaro, The Times y The New Republic. En palabras del propio autor: «Quizá haya en El americano tranquilo un reportaje más directo que en cualquiera de mis otras novelas». De esta entrenada capacidad de observación surgen frescos callejeros como estos:
“Me detuve en la entrada y miré hacia la calle. Bajo los árboles del centro de la avenida los peluqueros se entregaban a su labor; un trozo de espejo colgado de un tronco reflejaba el resplandor del sol. Pasó una muchacha trotando bajo su sombrero de molusco, con dos canastas en los extremos de un palo. El adivino sentado en cuclillas contra la pared de Simón Frères había encontrado por fin a un cliente: un viejo con una barbita mínima, como la de Ho Chi Minh, que lo contemplaba impasible barajar y volver las viejas cartas. ¿Qué futuro podía esperarlo que valiera una piastra? En el bulevar de la Somme uno vivía al aire libre; todos los vecinos sabían todo lo que se podía saber sobre el señor Muoi, pero la policía no poseía ninguna llave que le abriera la confianza de esa gente. A este nivel de vida, todo se sabía, pero uno no podía bajar a ese nivel como quien baja a la calzada.”
El personaje de Pyle siente un enorme respeto por lo que llama escritores serios (término que excluye a los novelistas y a los poetas) y York Harding es uno de sus principales referentes. Este es un escritor poco informado sobre la compleja situación del sudeste asiático cuya especialidad es escribir libros sobre política exterior. De su lectura viene el convencimiento de Pyle de que la solución a los problemas del tercer mundo no estaría en el colonialismo ni obviamente en el comunismo, sino en una tercera fuerza que se perfilase hacia una democracia liberal. Y aquí es donde entra en juego el general Thé.
En los años veinte, un funcionario vietnamita, Ngo Van Chieu, que servía al gobierno francés, sufrió una revelación directa de Dios durante una sesión de espiritismo. Este sería el origen del caodaísmo, una religión sincrética que integra elementos del cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el confucianismo. Durante el momento histórico en el que se sitúa la historia, el caodaísmo contaba con un ejército propio de unos veinticinco mil hombres, armados con morteros construidos con los tubos de escape de coches viejos, “que era aliado de los franceses, pero se volvía neutral en los momentos de peligro”. El general Thé había sido el jefe de estado mayor del caodaísmo. Lo abandonó posteriormente y se fue a la montaña para combatir los dos bandos, a los franceses y a los comunistas. Esta es la tercera fuerza a la que apuesta Pyle.
A excepción de Fowler, el narrador, al que conocemos con mayor intimidad, siendo testigos de sus tensiones internas, los personajes de la novela están construidos con unos pocos rasgos significativos. Así como Pyle encarna una persona tranquila y de una inocencia nociva e entusiasta; Phuong, la joven vietnamita, es una amante devota que busca un matrimonio económicamente solvente, despojada de manera radical de todo romanticismo e incluso de erotismo, el deseo que suscita parece ser más bien una emanación involuntaria de su belleza. Tras pedirle que le bese, Fowler comenta:
“No tenía ninguna coquetería. Enseguida hizo lo que le había pedido y continuó con la historia de la película. De igual forma habría hecho el amor si se lo hubiera pedido, directamente, quitándose los pantalones sin preguntar, y luego habría vuelto a tomar el hilo de la historia de Mme. Bompierre y de la embarazosa situación del jefe de correos.”
El primer año de relación había sido un tormento. Fowler había intentado comprenderla y la había asustado con sus enfados ante los silencios de Phuong. Pero todo eso ya ha pasado. Fowler no se engaña, sabe por qué quiere estar con ella. Esto no le impide quererla, ni sentir un afecto sincero por Pyle, quien será su rival, mientras recurre a la mentira y a los más bajos recursos con tal de no quedarse solo.
Como contracara de la credulidad de Pyle, Fowler es un personaje escéptico en más de un sentido. Lleva demasiado tiempo como corresponsal. Sabe que la postergación de la guerra solo traerá más muertes, pero no revertirá la caída de las fuerzas francesas en la zona, y descree tanto de su oficio de periodista como de los grandes discursos ideológicos. En lo único que cree es en la posibilidad de mantenerse al margen de esa guerra inútil, limitarse a contar lo que ve y no tomar partido. En una charla con Pyle define claramente su posición con respecto a la implicación militar extranjera.
“Fíjese en la historia de Birmania. Nosotros llegamos e invadimos el país, las tribus locales nos apoyan: salimos victoriosos; pero, como ustedes, los norteamericanos, nosotros no éramos colonialistas en aquellos tiempos. Ah, no, firmamos la paz con el rey devolviéndole su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y partidos en dos. Eran inocentes. Pensaban que nos íbamos a quedar. Pero éramos liberales y no queríamos tener mala conciencia.”
En uno de los momentos cruciales de la novela, mientras está tomando una cerveza helada en un bar de la Rue Catinat, observa a dos jóvenes norteamericanas que están tomando un helado. Son encantadoras y se mantienen pulcras a pesar del calor. Llevan idénticos bolsos, y hasta sus piernas, largas y esbeltas, son casi idénticas. Al terminar sus helados se marchan. Un tal Warren les ha advertido que por seguridad no deben quedarse allí ni un minuto después de las once y veinticinco, y ya es la hora.
“Ociosamente, las observé salir, una al lado de la otra, por la calle cubierta de monedas de sol. Era imposible imaginárselas presas de una pasión desordenada a ninguna de las dos; no hacían juego con las sábanas arrugadas y el sudor del sexo. ¿Se acostarían con la loción desodorante? Por un instante les envidié su mundo esterilizado, tan distinto del mundo que yo habitaba…, un mundo que de pronto, inexplicablemente, se hizo mil pedazos. Dos de los espejos de la pared se precipitaron sobre mí y se derrumbaron a mitad del ucamino. La francesa mal vestida estaba de rodillas en un caos de sillas y mesas. Su polvera yacía abierta e inmaculada en mi regazo, y por extraño que parezca, yo estaba sentado exactamente donde había estado sentado minutos antes, aunque mi mesa se había agregado al derrumbe que rodeaba a la francesa. Un extraño sonido de jardín llenaba el café: el gotear uniforme de una fuente; mirando hacia el bar, vi las hileras de botellas destrozadas, que dejaban correr su contenido en un río multicolor: el rojo del oporto, el anaranjado del cointreau, el verde del chartreuse, el amarillo nebuloso del pastis, atravesando el piso del café. La francesa se sentó y buscó tranquilamente con la mirada su polvera. Se la entregué, y me dio las gracias ceremoniosamente, sentada en el suelo. Comprendí que no la oía bien. La explosión había sido tan cercana, que los tímpanos de mis oídos todavía sufrían sus efectos.”
Es notoria la habilidad de Greene para trasmitir el desorden de los sentidos que provoca la cercanía a una potente explosión. No hay estruendo. A la dislocación del mobiliario y a la aparición absurda de la polvera en el regazo de Fowler se le suma el gesto cortés de la mujer francesa que se sienta en el suelo y el rumor de un inesperado sonido a jardín que llega levemente debido al aturdimiento.
Al salir del bar, Fowler comprende que ha habido un atentado en la Place Garnier. El paisaje es estremecedor, pero nada estridente, lo que predomina es el silencio.
“Los médicos estaban demasiado ocupados para poder ocuparse de los muertos, de modo que los muertos eran dejados a sus propietarios, porque uno puede poseer un muerto, como se posee una silla. Una mujer estaba sentada en el suelo con lo que quedaba de su hijito en el regazo; por una especie de pudor, lo había cubierto con su sombrero de paja campesino. Estaba inmóvil y callada, y lo que más me llamó la atención en esa plaza fue el silencio. Era como una iglesia donde yo había entrado una vez durante la misa; los únicos ruidos provenían de los que atendían los diferentes servicios, salvo donde algún europeo, aquí y allá, lloraba y suplicaba y volvía a callarse, como avergonzado por la modestia, la paciencia y el pudor de Oriente. El torso sin piernas al borde del jardín seguía estremeciéndose, como un pollo sin cabeza. Por la camisa del hombre deduje que podía ser el conductor de un triciclo de alquiler.”
El triángulo amoroso y la trama política van tejiendo el argumento de la novela, que empieza y termina en la noche que muere Pyle, y se maneja en dos planos temporales intercalados: el que ocupa la mayor parte del libro está dado por la rémora de las andanzas del norteamericano desde su llegada a Saigón hasta su última noche; el otro plano temporal nos lleva a los sucesos inmediatos tras la muerte de Pyle y a las intervenciones de Vigot, el policía encargado de investigar su asesinato. La arquitectura de la novela es convencional y no necesita otra para alcanzar sus fines.
Un último comentario. De momento hay dos versiones disponibles de la novela en castellano. Una es la editada por Cátedra con el título de El americano tranquilo. Su traductor es Fernando Galván, un filólogo español, exrector de la Universidad de Alcalá. Esta edición es fácil de conseguir en cualquier librería y es perfectamente disfrutable. Pero si tienen la oportunidad de conseguir la versión que editó Brugera, RBA o Alianza Editorial, titulada El americano impasible, no duden en hacerse con ella. Su traductor es el escritor argentino J. R. Wilcok.
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Cap. 8
Todo llega, y un día le llegó la decisión de escribir, por sorpresa, intempestiva, casual. En realidad no decidió nada, sino que escribió directamente. Quizá debía ser así. Se pasaba el tiempo decidiendo escribir, y no escribía. Tenía una fantástica capacidad de postergación, y las decisiones, aun las más serias y planificadas, eran parte del mecanismo de postergación. De modo que para que lo hiciera tuvo que llegar ese momento en que, por estar distraído o desocupado, se saltó la decisión y lo hizo, sin más.
Fue una tarde en que no tenía nada que hacer. Nunca tenía nada que hacer, pero ese día menos. Como estaba lloviendo, no podía salir a caminar. Los chicos tampoco podían salir a jugar, y se habían puesto insoportables. Buscando una postura desde la que pudiera reclamar un poco de paz, se sentó a la mesa y desplegó sus útiles de escribir. Para verosimilizar, y mantener en el tiempo la comedia, escribió realmente, cualquier cosa, sin pensar, unas palabras al azar, con las que de pronto se dio cuenta de que sin querer, y cambiándolas de ubicación, había hecho un verso. No significaba nada porque era un verso, no una frase; pero a ésta podía completarla con otro verso. El sentido, aunque disparatado, se armó solo. De inmediato le vino otro verso a la cabeza, otra media frase, que completó con un cuarto verso, y entonces se le ocurrió que, ya que se había puesto y estaba saliendo, podía hacer algo y llevárselo a Parménides. No sería difícil hacerle creer que lo había hecho como un resumen de las ideas que habían ido apareciendo en el curso de sus conversaciones. Todo podía pasar por fragmento de un libro que nunca había tenido nombre ni tema ni intención. Además, estaba seguro de que no lo leería: lo aprobaría a priori, por el solo hecho de que se viera en hexámetros, sin molestarse siquiera en confirmar que los acentos estuvieran bien puestos. (Lo estaban, pero sólo porque para Perinola era demasiado fácil; le era más fácil ponerlos bien que mal.)
Los versos que se iban acumulando no tenían mucho sentido, o ninguno. Mejor así. Se prestaban a cualquier interpretación. Y no era tan difícil darle un sentido, o acentuar de modo intrigante o sugerente su sinsentido, precediéndolos de versos que anunciaran alguna palabra o giro. Lo hizo: escribió unos versos “anteriores” y después otros anteriores a ésos, y después otros que seguían a los que había escrito en primer lugar. Siguió así, alternando, escribiendo desde el centro hacia el comienzo y el final. Nunca había probado de escribir de ese modo, siempre había dado por supuesto que se escribía en una sola dirección, empezando desde el principio. Y quizá realmente se hacía así. Lo que estaba haciendo ahora se parecía más a dibujar que a escribir, y sólo debía de ser posible hacerlo con palabras cuando se escribía sin un sentido a la vista.
Pero las palabras (como seguramente las líneas de un dibujo, en otro plano) tenían su propia lógica, y el texto mismo empezó a crear un sentido. Perinola se montó a él con la mayor naturalidad, desde el momento en que se dio cuenta de que ese “centro” que se había escrito por sí solo conformaba una descripción, una escena. Se hizo cargo de lo que seguía (y precedía), como si hubiera habido una intención de su parte; y en tanto la asumía, la había de verdad.
La descripción que había aparecido era la de una superficie vacía que se extendía sin límites visibles… Le pareció el mejor punto de partida posible, si de lo que se trataba era de escribir “cualquier cosa”, pues esta premisa incluía tanto al todo como a la nada. La superficie vacía, por estar vacía, no tenía nada, pero también podía contenerlo todo (mejor que lo que contenía “algo”) como inminencia o amenaza. En un segundo nivel, no estaba describiendo otra cosa que su propia situación, ante un patrón que le pedía que escribiera un libro y no le decía qué libro quería.
Pero no se demoró pensando en dobles fondos o alegorías porque ya el argumento visible lo arrastraba y le dictaba la continuación. Recordaba, de cuando escribía (y el recuerdo le traía la extensión de tiempo que había pasado sin escribir), que siempre pasaba así: del más pequeño agujero de la imaginación podían salir figuras y palabras sin fin, una riqueza innumerable por la que no había más que dejarse llevar. Esta facilidad sobrenatural devaluaba un poco la idea del trabajo. Bastaba tocar la nada con la punta del dedo para que brotara el todo.
Podía deberse a la presión acumulada durante estos años sin escribir, sobre todo porque habían sido años en que había vivido en un clima espiritual de escribir. En realidad, escribir y no escribir se parecían mucho, ésa era la lección que le había dejado su colaboración con Parménides. Durante toda su juventud Perinola había escrito, había escrito mucho, y no le había servido de nada. Desde que empezaron a pagarle por escribir, no había escrito nada (no por culpa suya) y había ganado plata, había ganado un amigo, su vida se había transformado para bien, con todos los beneficios que antes esperaba de la escritura. En cierto modo, no hacerlo era hacerlo de verdad, en la realidad. La explicación de esta paradoja debía estar en el estatuto ambiguo de la literatura respecto del mundo real.
Sea como fuera, la “superficie vacía” que quedó en el comienzo (o sea: en el centro) de su borrador, estalló en evocaciones y fantaseos, como una llanura del país de los sueños, por donde corrían las bestias invisibles de las formas. Era el blanco, el vacío, que lo recibía todo, y seguía siendo nada. Eran tantas las sugerencias que le traía, tantos ritmos (que sólo pedían palabras para sonar realmente) se entrecruzaban en su cabeza, que sentía como si pudiera escribir al mismo tiempo los versos que anticipaban desde lejos la llegada a esa llanura y los que relataban sus paseos por ella. Y más o menos empezó a hacerlo. Pero cuando todavía estaba en la descripción preliminar de la superficie notó que algo fallaba…
O ni siquiera lo notó, no era necesario notarlo, la escritura lo hacía por él. Un verso sobre la extensión de esa superficie debía mencionar los ángulos que la delimitaban, es decir, que no la delimitaban porque no tenía límites. Lo que tenía que decir de los ángulos es que no los había… Pero si no los había era porque la superficie no tenía superficie, o más bien: todo era superficie, un continuo de superficie que no cesaba… No. No podía seguir por ese camino negativo porque se quedaba sin nada que decir antes de empezar a decirlo. Quizá había un modo de volver positiva la anulación, de hacer productivo el vacío… El problema estaba en la “superficie”, y después de todo, no era más que una palabra. La borró, dejando el resto. Probó de reemplazarla con “esfera”. Sintió, antes de que lo comprobara la razón (que, de hecho, no lo comprobó nunca), que esa pequeña modificación lo arreglaba todo, y no era necesario cambiar nada más.
Debería haberse recriminado el error inicial, pero fue al contrario. Sintió una tremenda satisfacción por haber empezado mal; corregirse aumentaba el placer del hallazgo. Y no era sólo una gratificación subjetiva, sino que el texto ganaba inmensamente por esa vuelta atrás. Si hubiera empezado con la esfera, le habría adjudicado los rasgos convencionales de una esfera, y habría resultado una banalidad. En cambio, al empezar con “superficie”, y después cambiarla por “esfera”, en un trueque puntual de palabras, sin modificar el contexto, la “esfera” se volvía extraña, novedosa, bastante inasible, y por lo tanto un buen objeto literario.
Fue la única corrección que hizo, porque a partir de ahí todo fluyó sin tropiezos, como si ese falso comienzo y esa corrección hubieran abierto un camino en el que ya no había vuelta atrás.
La esfera era realmente mágica. Lo notó al seguir escribiendo, ya compenetrado con ella. Pensar en una esfera, a condición de no pensar en otra cosa, es decir, no pensarle adornos o poblaciones o irregularidades, equivalía a ser pensado por la esfera. Su volumen, puro y compacto, iba en todas direcciones a la vez. Lo puso, y agregó, en tanto se lo permitió la medida del verso, que no “iba” sino que “estaba” en todas las direcciones, ocupándolas con su perfección ultrasimétrica. También en la escritura iba en todas direcciones, y no sólo hacia los versos que la precedían y la seguían, sino asimismo hacia la forma y el contenido, hacia las palabras y las ideas… Hacia Parménides y Perinola. Lo colmaba todo, o, mejor dicho, lo había colmado. Todo quedaba incluido, y no había más que decir. Pero de algún modo se podía seguir diciéndolo.
Por ejemplo, se podía decir que la esfera general no se movía. Le dedicó un verso a decirlo. No supo si ponerlo antes o después, así que lo puso en cualquier lado. La inmovilidad estaba implícita en la idea inicial, pero igual se lo podía decir (nadie se lo impedía). Con todo lo demás pasaría lo mismo. Se dio cuenta de que había entrado en el campo de la redundancia. Cualquier cosa que dijera ya habría sido dicha; la redundancia reemplazaba a la significación. Intuía que el discurso de la redundancia era el único que podía entender su patrón Parménides, el único que quería oír, porque era el único que se podía querer oír; lo no redundante nadie podía quererlo porque creaba el deseo y no podía estar precedido por éste.
La esfera no se movía porque no tenía dónde hacerlo. Tal como la había postulado, sin acompañamiento alguno, ocupaba todo el espacio, hasta identificarse con el espacio. Lo demás salía mecánicamente, tanto que pensó en dar un giro para que comenzara una historia; por ejemplo, imaginar un salto dimensional, y que la esfera se volviera una bolita (de cristal) rodando por una ladera, y alzando la vista se vieran montañas, y grandes animales, y una ciudad fortificada en la cumbre más alta… Sintió entrar el aire en su mente, un viento que lo aligeraba. En ese paisaje su inspiración tendría campo libre para operar; la clausura abstracta de pura lógica que se había impuesto con la “esfera” y su producción automática no era lo que le convenía ni gustaba. Prefería lo inesperado, las sorpresas de la aventura, de la guerra, del amor. Y le gustaba haber empezado por el otro extremo, pues así podría hacer la deducción de lo concreto a partir de lo abstracto, y hacer en esa deducción el relato del nacimiento de la poesía. En un brinco instantáneo de la imaginación pudo ver el paisaje (las montañas, las megabestias, la ciudad entre las nubes) en toda la riqueza abigarrada de figuras y avatares que permite una visión de conjunto, aun a sabiendas de que cuando se lo dibuja línea por línea se empobrece.
Pero no llegó a dar el salto. La mecánica de la esfera (de lo abstracto) lo absorbía, por lo fácil que era. No podía parar de anotar los versos que le dictaba la obviedad, siempre de abajo hacia arriba; no había terminado de escribir un verso que ya sabía cuál era el anterior… Mejor así: lo que realmente quería escribir, los giros insólitos de la aventura y la belleza, los dejaría para después, para su propio libro… Fue la primera visión que tuvo, fugaz y deslumbrada por la pasión de quererlo, de lo que escribiría de verdad, cuando hubiera terminado con Parménides. ¿Cómo sería su libro? No lo sabía. Lo cegaba el deseo de escribirlo. Sería “hermoso, rico, emocionante”. Sonrió, o habría sonreído si se hubiera detenido a pensarlo: estaba comportándose como Parménides. Quería un libro pero no sabía qué libro quería. Había hecho mal en burlarse de su amigo: todos los escritores hacían lo mismo, y gracias a ese punto ciego existían los libros.
César Aira
– Parménides –
Vía Verano 12
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Cuanto más abstracto es un escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda exactitud el único sentimiento que corresponde al momento. A esto es a lo que se refieren los profesores de literatura cuando dicen que hay que «mostrar» en lugar de «decir». A esto y a nada más, habría que añadir. Los buenos escritores pueden «decir» casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo los sentimientos de los personajes. Se le puede decir al lector que el personaje fue a una escuela privada (no hay necesidad de escribir un episodio que tenga lugar en la escuela privada si éste no es importante para el resto de la narración), o se le puede decir al lector que al personaje en cuestión no le gustan nada los espagueti; pero con raras excepciones, los sentimientos de los personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda, la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción literaria. (…)
Cuando los fluidos corren, cuando el escritor está «lanzado», es como si una pared invisible se derrumbara, y entonces éste pasa con soltura de una realidad a otra. Cuando no está inspirado, el escritor tiene la sensación de que todo es mecánico, que está hecho de componentes numerados: no ve el todo sino las partes, no ve espíritu sino materia; o para decirlo de otra forma, en dicho estado el escritor, cuando contempla las palabras que ha escrito en la página, no consigue ver más que palabras en una página, y no el sueño vivo que éstas han de desatar. Pero cuando de verdad escribe —cuando está inspirado—, el sueño surge lleno de vida: el escritor se olvida de las palabras que ha escrito y ve a sus personajes moviéndose por sus habitaciones revolviendo en los armarios, buscando entre la correspondencia con gesto irritado, poniendo trampas para ratones, cargando pistolas.
«Para ser novelista»
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Supongamos, por ejemplo, que el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente por él.