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La primera escena del film de Fellini lo muestra remando en un agua de hule. Es la noche en Venecia, el momento previo a los fuegos de artificio, a la fiebre barroca del Carnaval y su festival de miserias vistosas. Pero es también algo más: un mar onírico, del que Giacomo Casanova no podrá huir jamás porque está preso en él, del modo infalible en que se está preso de lo que nos falta. Después vendrán los viajes, las cortes decadentes del Settecento, las agotadoras acrobacias sexuales que su cuerpo despliega mientras un pájaro fúnebre, que lo acompaña a todos lados como una prótesis (y un amuleto), lo imita con frenesí. Nada lo salvará del exilio (que es previo e interior). Nada lo curará de saber que el viaje a través del cuerpo lleva a ninguna parte. La escena crucial del film es, por eso, el baile con la muñeca de porcelana, la autómata perfecta de la Corte de Wűrttemberg.
Casanova la ve y queda embelesado, como si, de pronto, reconociera en ella algo de sí mismo: le habla (o, más bien, dialoga con ella en silencio), le hace reverencias, la corteja, la acaricia con ternura y gira con ella, en círculos, con sus calzones de lana y su capa de Drácula, como si ambos estuvieran adentro de una cajita musical. Para cuando la deposita en un lecho de seda púrpura y sobreviene el acto sexual, ya es claro que el juguete mecánico es doble, que también él es mero espectáculo, que el deseo es un espejo frío cuya energía procede, no de la vida, sino de la frontera entre la vida y la muerte.
Fellini ha escrito, a propósito de Casanova, que se propuso contar las aventuras de un zombie y que, en la escena del baile con la muñeca, lo que más le afligía era el rostro de Sutherland: conseguir que la expresión se petrificara en “una sonrisa boba, cada vez más absorta en la nada.”
Lograda la escena, como si hubiera podido quitarse un peso de encima, el film encuentra su resolución. Una gran tristeza cunde en la biblioteca donde Casanova, ya viejo, se prepara a morir. A esto lo han conducido sus quimeras ilustradas, sus hazañas de pelele, su errancia ontológica de huérfano incomprendido. No hay lucha. No podría haberla. Fellini pareciera sugerir que, entre el artista abandonado y el amante de lo imposible, hay algo en común: una inmensa fatiga ante las palabras, las imágenes, los ruidos que no tienen razón de ser, que vienen del vacío y se dirigen al vacío.
Pequeño mundo ilustrado, María Negroni (Caja Negra Editora, 2011)
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