Balzac era un gran apuntador de notas. Adonde fuera llevaba su anotador, y cuando pasaba algo que creía útil para él, tenía una idea o le gustaba la de alguien, él lo anotaba. Siempre que fuera posible, visitaba las escenas de sus historias, y algunas veces hacía viajes largos para ver una calle o una casa que quería describir. Como todos los novelistas, según creo, sus personajes estaban moldeados de acuerdo a personas que él conocía, pero para el momento en que él había ejercitado su imaginación sobre ellos, ellos ya eran sus criaturas. El se tomaba mucho trabajo con respecto a los nombres, porque creía que un nombre tienen que corresponderse con el carácter y aspecto de quien lo lleva. Cuando trabajaba llevaba una vida casta y regular. Se acostaba temprano después de cenar y se hacía despertar a la una. Se levantaba y se ponía una bata blanca, impecable, porque decía que para escribir uno tienen que llevar ropa sin una mancha. Y luego a la luz de una vela, fortaleciéndose con una taza tras otra de café negro, escribía con una pluma de ala de cuervo. Paraba de escribir a las siete de la mañana, tomaba un baño y se acostaba. Entre las ocho y las nueve venía su editor a llevarse los manuscritos o mostrarle las pruebas de impresión; luego él se sentaba a escribir otra vez hasta el mediodía, donde comía huevos duros, agua, y más café ; trabajaba hasta las seis , hora en que comía una cena ligera , acompañada de un poco de Vouvray. Alguna vez un amigo o dos venían a saludarlo, pero luego de una corta charla, él se iba a dormir.
El no era un escritor de los que saben lo que quieren decir desde el principio. Comenzaba con un tosco borrador, que reescribía y corregía, cambiando el orden de los capítulos, cortando, añadiendo, alterando; y finalmente le mandaba a los impresores un manuscrito que era a menudo imposible de descifrar. Le devolvían la prueba , y a esta él la trataba como si sólo fuera un ensayo del trabajo proyectado. El no sólo añadía palabras, sino oraciones, y no sólo oraciones, sino trozos de textos enteros. Cuando las pruebas eran enviadas otra vez, ya corregidas, él volvía a trabajar en ellas, añadiéndoles cambios. Sólo luego de esto él autorizaba la publicación, y sólo con la condición de que en las ediciones futuras se le permitiría hacer más revisiones y correcciones. El gasto de todo esto era naturalmente elevado y resultaba en constantes peleas con sus editores.
(William Somerset Maugham «Great novelists and their novels»,
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