UNA CUESTIÓN DE CONFIANZA – URSULA K. LE GUIN

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    Para escribir una historia tienes que confiar en ti mismo, tienes que confiar en la historia y tienes que confiar en el lector.

    Antes de sentarte a escribir, ni la historia ni el lector existen siquiera, y solo debes confiar en ti mismo. Y lo único que puedes hacer para confiar en ti mismo es escribir. Dedicarte al arte. Escribir, haber escrito, esforzarte por escribir, planear escribir. Leer, escribir, practicar, aprender el oficio, hasta saber algo al respecto y saber que sabes algo al respecto.

    Puede ser complicado. Tengo un corresponsal de once años que ha escrito medio cuento y ya me está pidiendo que lo ponga en contacto con mi agente y mis editores. Mi deber, muy desagradable, es decirle que aún no se ha ganado semejante confianza en sí mismo como escritor.

    Por otro lado, conozco a algunos escritores muy buenos que nunca terminan nada, o que lo terminan y luego lo destrozan a fuerza de corregirlo para ajustarlo a críticas reales o imaginarias, porque no confían en sí mismos como escritores, lo que redunda en no poder confiar en su escritura.

    La confianza en uno mismo como escritor se parece mucho a otros tipos de confianza, la de un fontanero o un maestro o un jinete: se adquiere con la práctica, se consolida poco a poco, empleándose en ello. Y en ocasiones, en especial si eres novato, finges: actúas como si supieras lo que haces, y quizá hasta te sales con la tuya. A veces, si actúas como si tuvieras un don, acabas por tenerlo. También eso forma parte de tener confianza en uno mismo. Creo que funciona mejor en el caso de los escritores que en el de los fontaneros.

    Eso en cuanto a confiar en uno mismo. Ahora bien, ¿qué quiere decir confiar en la historia? Para mí, significa estar dispuesta a no tener el control absoluto de la historia mientras la escribes.

    Y eso explicaría por qué lleva tanto tiempo aprender a escribir. Primero tienes que aprender a escribir en tu propio idioma y aprender a contar historias en general: adquirir técnicas, práctica, todo eso, a fin de tener el control. Y luego debes aprender a soltarlo.

    He de decir que muchos escritores y profesores de escritura no estarán ni mucho menos de acuerdo con estas afirmaciones. Dirán: no se aprende a montar a caballo, a dominar el caballo, a conseguir que haga lo que uno quiere, para luego quitarle el cabezal y montar a pelo, sin riendas; eso es una tontería. No obstante, es lo que yo recomiendo. (El taoísmo siempre es una tontería). A mí no me alcanza con ser un buen jinete, quiero ser un centauro. No quiero ser un jinete que controla el caballo; quiero ser el jinete y el caballo.

    ¿Hasta dónde se puede confiar en la historia? Dependerá del caso, y las únicas orientaciones válidas son el juicio personal y la experiencia. Solo me atrevo a hacer las siguientes generalizaciones: la falta de control sobre una historia, casi siempre por desconocimiento del oficio o autocomplacencia, puede derivar en un ritmo flojo, incoherencia, una escritura descuidada y la ruina de la obra. El exceso de control, casi siempre por cohibición o competitividad, puede traer consigo ahogo, artificialidad, un lenguaje ampuloso y la muerte de la obra.

    El control deliberado y consciente, en el sentido de conocer y respetar un plan, un tema, un ritmo y la dirección establecida de la obra, es fundamental en la etapa de planeamiento —antes de sentarse a escribir— y más tarde, al corregir, una vez finalizado el primer borrador. Durante la escritura misma, lo mejor es soltar el control intelectual consciente. Insistir a conciencia en determinada intención puede interferir con el proceso de escribir. El escritor puede convertirse en un obstáculo para la historia.

    No es tan místico como suena. Toda labor altamente cualificada, todo oficio o arte verdadero, se lleva a cabo una vez que la mayoría de sus aspectos se han automatizado a través de la práctica, de la absoluta familiaridad con determinado medio, sea la piedra del escultor, el tambor del músico, el cuerpo del bailarín o, en el caso de los escritores, los sonidos verbales, los sentidos de las palabras, el ritmo de las oraciones, la sintaxis y demás. El bailarín sabe dónde debe poner el pie izquierdo, y el escritor sabe dónde hace falta una coma. Mientras trabaja, un artesano habilidoso o un artista solo toma decisiones estéticas. Las decisiones estéticas no son racionales; se adoptan en un nivel que no coincide con la conciencia racional. Así pues, muchos artistas sienten que trabajan en un estado de trance y que, en ese estado, no toman decisiones. La obra les dice lo que ha de hacerse, y ellos lo hacen. Tal vez sí sea tan místico como suena.

    Para volver a la metáfora equina, un buen vaquero monta un buen caballo con las riendas sueltas sin decirle qué hacer todo el rato, porque el caballo lo sabe. El vaquero sabe adónde van, pero el caballo sabe cómo llegar.

    No quisiera parecer uno de esos portadores de buenas noticias que anuncian a los escritores que es todo muy sencillo, que basta con cerrar el intelecto y liberar el lado derecho del cerebro para emitir palabras. Tengo mucho respeto por mi arte como tal y mi oficio como tal, por la habilidad, la experiencia, el pensamiento arduo y el trabajo minucioso. Reverencio esas cosas. Respeto las comas mucho más que a los congresistas. Quienes dicen que las comas no tienen importancia podrán referirse a la autoexpresión o a la terapia u a otras cosas buenas, pero no a la escritura. Puede que estén hablando sobre la mejor manera de empezar, o de romper las barreras emocionales; pero, desde luego, no están hablando de escribir. Si uno quiere ser bailarín, debe aprender a usar los pies. Si quiere ser escritor, debe aprender dónde van las comas. Solo entonces podrá preocuparse por lo demás.

    Ahora bien, digamos que quiero escribir una historia. (En mi caso, puede darse por sentado; siempre quiero escribir una historia; no hay nada que prefiera hacer a escribir una historia). Para escribirla, primero he tenido que aprender a escribir en inglés y luego cómo escribir historias, haciéndolo con bastante regularidad[1].

    También he aprendido que, una vez que la historia se ha puesto en marcha, es necesario abandonar el control consciente, quitar de en medio mis malditas intenciones y teorías y opiniones, y dejarme llevar por la historia. Necesito confiar en ella.

    Pero, por regla general, solo puedo confiar en la historia si ha habido una fase anterior de algún tipo, un periodo de acercamiento. Puede ser una planificación consciente: me siento a pensar en la ambientación, los sucesos, los personajes, quizá a tomar notas. O puede tratarse de una larga gestación semiconsciente, durante la cual los sucesos, los personajes, las atmósferas y las ideas flotan a mi alrededor a medio hacer, cambiando de forma, en una especie de limbo mental. No en balde he dicho larga. A veces lleva años. Pero, en otros momentos, con otras historias, esta fase de acercamiento es bastante abrupta: se me ocurre una escena repentina o tengo una clara sensación de la forma y la dirección que debe tomar una historia, y ya estoy lista para escribir.

    Todas estas etapas o fases de acercamiento pueden ocurrir en cualquier momento: sentada al escritorio, paseando por la calle, al levantarme por la mañana, o cuando la mente debería estar prestando atención a lo que dice la tía Julia, o a la factura de la electricidad, o al guiso. Puedes tener una grandiosa epifanía al estilo de James Joyce, o simplemente puedes pensar, ah, claro, ya veo cómo resolverlo.

    Lo más importante que puedo decir sobre este periodo preliminar es: no te apresures. Tu mente es como un gato que sale a cazar; ni siquiera sabe con seguridad qué está cazando. Escucha. Sé paciente como el gato. Permanece muy muy atento, alerta, pero siempre paciente. Avanza lentamente. No obligues a la historia a cobrar forma. Déjala que se muestre. Déjala tomar impulso. No dejes de escuchar. Toma apuntes o haz cualquier otra cosa si tienes miedo de olvidar algo, pero no te precipites al ordenador. Deja que la historia se acerque a ti. Cuando esté lista para arrancar, lo sabrás.

    Y si —como nos pasa a la mayoría— tu vida no te pertenece del todo, si no tienes tiempo para escribir en el momento en que sabes que la historia está lista para escribirse, mantén la calma. Es tan fuerte como tú. Es tuya. Toma notas, piensa en tu historia, aférrala y ella se aferrará a ti. Cuando encuentres o saques tiempo para sentarte a escribirla, allí estará esperándote.

    Luego viene el trabajo parecido a un trance, desprovisto de ego, bastante aterrador e insaciable de la escritura, algo de lo que es muy difícil hablar.

    En cuanto al planeamiento y la escritura, quisiera hacer la siguiente observación: para un escritor es una delicia sentirse protegido y a salvo del mundo mientras realiza su intensa labor, estar solo y librarse de las responsabilidades humanas, como Proust en su celda acolchada, o como quienes van a las residencias para escritores y reciben el almuerzo en una cesta; una delicia, sin duda alguna, pero algo peligroso, porque convierte el lujo en un requisito imprescindible del trabajo, en una necesidad. Lo que necesita un escritor es exactamente lo que dijo Virginia Woolf: lo suficiente para vivir y una habitación propia. No depende de los demás proporcionarte esas dos necesidades. Depende de ti. Y si quieres escribir, tendrías que descubrir qué te hace falta para poder hacerlo. Tu fuente de sustento será con toda seguridad un empleo diario, no la escritura. La limpieza de tu habitación dependerá con toda seguridad de ti. Que la puerta de la habitación permanezca cerrada, y cuándo y durante cuánto tiempo, también dependerá de ti. Si estás trabajando en algo, debes confiar en ti mismo a fin de hacerlo. Un cónyuge amable no tiene precio; una beca generosa, un adelanto o unos días en un retiro para escritores pueden suponer una ayuda formidable; pero es tu obra, no la de los demás, y debes realizarla según tus términos, no los ajenos.

    Pues bien, cierras la puerta y escribes un primer borrador, en caliente, porque la energía se ha estado acumulando en tu interior durante la fase previa a la escritura y, cuando por fin la dejas escapar, es incandescente. Confías en ti mismo y en la historia y la escribes.

    Y ya está escrita. Te quedas sentado y estás cansado y miras el manuscrito y saboreas todas sus partes maravillosas y magníficas.

    Luego el manuscrito se va enfriando y tú te vas enfriando, hasta llegar, quizá algo helado y entristecido, a la siguiente etapa. Tu historia está repleta de fealdades y tonterías. Ahora desconfías de ella, como debe ser. Pero aún debes confiar en ti mismo. Tienes que saber que puedes mejorarla. A menos que seas un genio o tengas estándares muy bajos, después de la escritura vendrá una revisión crítica y paciente, con la facultad pensante encendida.

    Puedo tener confianza en que escribiré la historia en caliente sin hacerme preguntas si conozco mi oficio por la práctica, si presiento hacia dónde va la historia; pero, cuando esta llega a destino, debo estar dispuesta a dar media vuelta y repasarla palabra por palabra, idea por idea, haciendo pruebas y ensayos para ver si ha salido bien. Hasta que todo funcione bien.

    Entre paréntesis: este es el periodo en el que es muy útil contar con críticas ajenas, provengan de un grupo de pares o de editores profesionales. La crítica informada y constructiva es invaluable. Creo mucho en que los talleres literarios sirven para ganar confianza y habilidades críticas no solo cuando no se ha publicado nada, sino también en el caso de los escritores profesionales. Y un editor fiable es una perla sin precio. Aprender a confiar en tus lectores —y en qué lectores confiar— es dar un paso muy grande. Algunos escritores nunca lo dan. Volveré sobre este tema en un momento.

    Resumiendo, debo confiar en que la historia sabe adónde va y, después de haberla escrito, confiar en que encontraré dónde ella o yo nos hemos salido del camino y cómo reencaminarla sin que se despedace.

    Solo después de ello —por lo general mucho después— sabré plenamente de qué iba la historia y podré decir por qué debía dirigirse en esa dirección. Toda obra de arte tiene razones que la razón no entiende por completo.

    Cuando acabas una historia, siempre es menos que la visión que tenías de ella antes de escribirla. Pero también puede hacer más de lo que sabías que estabas haciendo, decir más de lo que te dabas cuenta que estabas diciendo. He ahí la mejor razón para confiar en ella: permitir que se encuentre a sí misma.

    Concebir o manipular una historia con una finalidad externa a la historia misma, como puede ser la fama, o la opinión de un agente sobre lo que se vende bien, o los deseos de un editor de obtener ganancias inmediatas, o incluso un objetivo noble como la instrucción o la sanación, es no tener confianza en la obra, faltarle al respeto. Ni que decir tiene que todos los escritores, hasta cierto punto, hacen concesiones. Los escritores son profesionales en una era en que el capitalismo aspira a ser el árbitro de la calidad; tienen que escribir para el mercado. Solo los poetas desestiman el mercado de una manera absoluta y sublime y en consecuencia viven del aire; del aire y de las becas. Los escritores pueden querer corregir injusticias, o dar testimonio de atrocidades, o convencer a los demás de lo que a su entender es la verdad. Pero si dejan que esos objetivos conscientes asuman el control de su obra, limitan la amplitud y la capacidad potenciales de esta última. Lo anterior suena como la doctrina del arte por el arte. No lo propongo como una doctrina, sino como una observación práctica[2].

    Alguien le preguntó a James Clerk Maxwell en torno a 1820: ¿De qué sirve la electricidad? Y Maxwell retrucó ahí mismo: ¿De qué sirve un bebé?

    ¿De qué sirve Al faro? ¿De qué sirve Guerra y paz? ¿Cómo me atrevería a tratar de definirla, de limitarla?

    Las artes tienen una enorme capacidad para establecer comunidades humanas y cohesionarlas. Las historias, contadas o escritas, sin duda nos sirven para ampliar el entendimiento que tenemos de los demás y de nuestro lugar en el mundo. Tales usos son intrínsecos a la obra de arte, una de sus partes esenciales. Pero, con toda seguridad, cualquier finalidad definida, consciente u objetiva opacará o deformará esa esencia.

    Aun cuando no sienta que mis habilidades y experiencia son suficientes (y nunca lo son), debo confiar en mis dones y, por ende, confiar en la historia que escribo, saber que su utilidad, su sentido o su belleza quizá vayan mucho más allá de cualquier cosa que yo haya podido planear. Una historia es una colaboración entre el narrador y el público, entre el escritor y el lector. La narrativa no solo es fabulación, sino confabulación.

    Sin el lector no hay historia. Por muy bien escrita que esté, no existe como historia si nadie la lee. El lector la hace realidad tanto como el escritor. Los escritores tienden a desestimar este hecho, quizá porque les molesta.

    La relación entre el escritor y el lector se ve como una cuestión de control y consentimiento. El escritor es El Maestro, el que domina, controla y manipula el interés y las emociones del lector. A muchos escritores les encanta esta idea.

    Y los lectores perezosos quieren escritores dominantes. Desean que el escritor haga todo el trabajo mientras ellos se lo quedan mirando, como si de la televisión se tratara.

    La mayoría de los best sellers están escritos para unos lectores dispuestos a ser consumidores pasivos. Con frecuencia, los resúmenes de la contracubierta del libro señalan la capacidad coercitiva y agresiva del texto: no podrás dejar de leer, te golpeará en el estómago, te electrizará, te volará la cabeza, se te parará el corazón. Ni que estuvieran hablando de tortura con electroshock.

    Los tópicos acerca de cómo escribir provienen de la escritura de este tipo y del periodismo: «Atrapa a los lectores en el primer párrafo», «Sorpréndelos con una escena chocante», «Nunca les des tiempo para respirar», etcétera.

    Ahora bien, gran cantidad de escritores, en especial los que participan en los programas académicos de enseñanza de ficción, se obsesionan hasta tal punto —personal e intelectualmente— con lo que dicen y con cómo lo dicen que olvidan que se están dirigiendo a una persona. Si la escuela del atrápalos y golpéalos en el estómago sirve para algo, es al menos para recordarle al escritor que existe un lector en el mundo al que hay que atrapar y golpear.

    Pero no porque te des cuenta de que otras personas además del profesor de escritura creativa verán tu trabajo hace falta adoptar la posición de ataque y soltar a los rottweilers. Hay otra opción. Puedes considerar al lector no como una víctima indefensa o un consumidor pasivo, sino como un colaborador activo, inteligente y digno. Un cómplice, un coilusionista.

    Los escritores que deciden entablar una relación de confianza recíproca con el lector creen que es posible captar su atención sin asaltos ni porrazos verbales. En lugar de atrapar, asustar, coaccionar o manipular a un consumidor, los escritores colaborativos intentan interesarlo. Inducir o persuadir al lector para que avance con la historia, formando parte de ella y añadiendo su imaginación.

    No una violación: una danza.

    Piénsese en la historia como en una danza, en el lector y el escritor como partenaires. El escritor guía, claro está; pero guiar no es empujar; es establecer un campo de reciprocidad en el cual dos personas pueden moverse y colaborar con gracia. Se necesitan dos para bailar un tango.

    Los lectores a los que solo han atrapado, zarandeado, golpeado en el estómago y electrificado necesitarán un poco de práctica para interesarse. Puede que tengan que aprender a bailar el tango. Pero, una vez que lo hayan probado, no volverán nunca con los pitbulls.

    Por último tenemos la difícil cuestión del «público»: en la mente de un escritor que está planeando o escribiendo o corrigiendo una obra, ¿qué presencia tienen el lector o los lectores potenciales? ¿Debería el público de la obra controlar la mente del escritor y orientar la escritura? ¿O debería el escritor estar libre de tales consideraciones mientras escribe?

    Ojalá hubiera una respuesta sencilla y con gancho, pero lo cierto es que se trata de una pregunta muy complicada, sobre todo en un plano moral.

    Ser escritor, concebir una ficción, implica a un lector. La escritura es comunicación, aunque no solo eso. Uno se comunica con alguien. Y lo que unos quieren leer influye en lo que otros quieren escribir. Las necesidades espirituales, intelectuales y morales del pueblo del escritor le piden ciertas historias. Pero eso opera en un nivel bastante subconsciente.

    Una vez más, es útil pensar que la labor del escritor se realiza en tres etapas. En la etapa de planeamiento, puede ser esencial pensar en el público potencial. ¿A quién va dirigida esta historia? Por ejemplo, ¿es para niños? ¿Niños pequeños? ¿Adolescentes? Cualquier público especial y restringido necesita temas y léxicos específicos. Toda la escritura de género, desde la novela romántica media al cuento medio de la revista The New Yorker, se escribe con un público en mente; un público tan específico que puede denominarse mercado.

    Solo la narrativa más arriesgada se desentiende por completo del lector/mercado, de acuerdo con el postulado de que, si se cuenta, alguien, en alguna parte, la leerá. Con toda seguridad, el noventa y nueve por ciento de esas historias permanecen, de hecho, sin leer. Y probablemente el noventa y ocho por ciento de ellas sean ilegibles. El uno o dos por ciento restante llegan a ser consideradas obras maestras, a veces de manera muy lenta, mucho después de que el valiente autor haya guardado silencio.

    Tener conciencia del público nos limita, de un modo tanto positivo como negativo. Tener conciencia del público ofrece elecciones, y algunas de ellas tienen implicaciones éticas: ¿puritanismo o pornografía? ¿Desconcertar a los lectores o reconfortarlos? ¿Hacer algo que nunca he intentado o reescribir mi libro anterior? Y así sucesivamente.

    Las limitaciones impuestas por un público específico pueden llevar a una forma muy elevada de arte; al fin y al cabo, todo oficio responde a normas y limitaciones. Pero si la conciencia del público como mercado es el factor principal que rige tu escritura, serás un escritorzuelo. Hay escritorzuelos pretenciosos y escritorzuelos sin pretensiones. Por mi parte, prefiero a los segundos.

    Hasta aquí hemos hablado de la etapa de planeamiento, la etapa del qué voy a escribir. Ahora que sé, con certeza o borrosamente, para quién escribo —un abanico que va desde mi nieta hasta la posteridad entera—, comienzo a escribir. Y entonces, durante la etapa de escritura, ser consciente del público puede ser absolutamente fatal. Es esa conciencia la que lleva al escritor a desconfiar de la historia, del lápiz, del cuaderno, a comenzar una y otra vez o a no acabar nunca. Los escritores necesitan una habitación propia, no una habitación llena de críticos imaginarios que los miren por encima del hombro y digan: «¿Es —el— una buena palabra para empezar esa oración?». Un censor interno demasiado activo, o su equivalente externo —lo que dirá mi agente o mi editor—, es como una avalancha de piedras en el camino de la historia. Al escribir, debo centrarme por completo en la obra misma, confiar en ella y ayudarla a encontrar el camino, pensando poco o nada en para qué o para quién escribo.

    Pero cuando llego a la tercera etapa, la de corrección y reescritura, la cosa se invierte una vez más: tener conciencia de que alguien leerá la historia, y de quién podría leerla, resulta esencial.

    ¿Cuál es el objetivo de la corrección? Claridad, impacto, ritmo, fuerza, belleza… Cosas todas que suponen que una mente y un corazón recibirán la historia. La corrección quita de en medio los obstáculos innecesarios para que el lector pueda recibir la historia. Por eso es importante la coma. Y por eso la palabra adecuada, no la palabra aproximada, es importante. Y es importante la coherencia. Y son importantes las implicaciones morales. Y todas las demás cosas que hacen que una historia sea legible, que le dan vida. Al corregir tienes que confiar en ti mismo, en tu juicio, suponiendo que funciona con la misma inteligencia receptiva que poseen tus lectores potenciales.

    También puedes confiar en lectores específicos y reales: cónyuge, amigos, compañeros de taller, maestros, editores, agentes. Puede que te debatas entre tu juicio y los ajenos, y puede que te sea difícil dar con la arrogancia necesaria, la humildad necesaria o el compromiso adecuado. Tengo amigos escritores que son sencillamente incapaces de escuchar sugerencias críticas; las acallan poniéndose a la defensiva y dando explicaciones: Sí, vale, pero verás, lo que me proponía… ¿Son unos genios o unos cabezotas? El tiempo lo dirá. Tengo amigos escritores que aceptan todas las sugerencias críticas acríticamente y acaban con tantas versiones como críticos haya. Si caen en manos de agentes y editores dominantes y manipuladores, quedan indefensos.

    ¿Qué puedo recomendar? Confía en tu historia; confía en ti mismo; confía en tus lectores. Pero con sabiduría. Confía con cautela, no ciegamente. Confía con flexibilidad, no con rigidez. Todo este asunto de escribir una historia es un ejercicio de equilibrismo: estás en mitad del aire, caminando sobre una cuerda floja de palabras, mientras los demás te miran desde allá abajo, en la oscuridad. ¿En qué puedes confiar sino en tu sentido del equilibrio?

    .

    [1] Y, por supuesto, leyendo historias. Leer —leer las historias que han escrito otros escritores, leer voraz pero críticamente, leer lo mejor que existe y aprender de ello de cuántas maneras buenas y diferentes se puede contar historias— es tan esencial para ser escritor que siempre me olvido de mencionarlo; así pues, lo hago en esta nota al pie.

    [2] Por ejemplo, lean Guerra y paz. (Si no han leído Guerra y paz, ¿a qué están esperando?) La más grande de todas las novelas se ve interrumpida de vez en cuando por la voz del conde Tolstói, que nos dice lo que deberíamos pensar sobre la historia, los grandes hombres, el alma rusa y demás cuestiones. Sus opiniones resultan mucho más interesantes, convincentes y persuasivas cuando las absorbemos inconscientemente a partir de la historia que cuando se presentan como conferencias. Tolstói era un escritor sumamente seguro de sí mismo, y con razón, y buena parte de la potencia y belleza de su libro procede de sus personajes. Hacen lo que tienen que hacer, y solo lo que tienen que hacer; y con eso basta. Pero las serias convicciones del autor parecen haber debilitado su confianza en su capacidad de insertar esas ideas en la historia; y esas faltas de confianza son las únicas partes sosas y poco convincentes de la más grande de todas las novelas.

    © Ursula K. Le Guin: A Matter of Trust (Una cuestión de confianza), charla impartida en un taller literario en Vancouver, Washington, en febrero de 2002. Publicado en The Wave in the Mind: Talks and Essays on the Writer, the Reader and the Imagination, 2004. Traducción de Martin Schifino.

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