Existen ciertas personas a quienes es difícil describir por completo en sus aspectos característicos y típicos; son las personas a las que habitualmente se califica de «corrientes», y se incluyen en la «mayoría», pues realmente constituyen la enorme mayoría de toda sociedad. En sus novelas y relatos, la mayor parte de los escritores procuran presentar de manera viva y artística tipos sacados de la sociedad, tipos que en la realidad se encuentran muy raras veces tal como se dan en la obra literaria, y que, no obstante, casi son más reales que la realidad misma. Podkoliozin, por ejemplo, acaso sea exagerado como tipo pero no es del todo irreal. Hay muchas personas inteligentes que, después de conocer a Podkoliozin, gracias a Gogol, descubren que docenas y centenares de conocidos suyos son extraordinariamente parecidos a aquel personaje de comedia. Antes de leer a Gogol les constaba ya que tales amigos tenían las características de Podkoliozin, sólo que no sabían qué nombre darles. En la vida real son extremadamente escasos los novios que huyen saltando por una ventana momentos antes de la boda, en virtud, sobre todo, de que tal procedimiento no es un medio práctico de fugarse. Y, sin embargo, ¡cuántos y cuántos hombres — y entre ellos muchos muy virtuosos e inteligentes — se han sentido la víspera del día de su boda, en el fondo de su alma, en la misma situación de ánimo de Podkoliozin!
Sin entrar en más hondas consideraciones, basta dejar asentado que en la vida real existen características típicas perfectamente susceptibles de ser descritas en literatura, así como los Georges Dandini y los Podkoliozines viven y se mueven ante nuestros ojos diariamente, si bien en forma menos condensada. Con esto concluiremos nuestras reflexiones, que comienzan a tomar el cariz de una crítica de periódico. ¡Y, sin embargo, la cuestión persiste! ¿Qué puede hacer un autor con gentes corrientes en absoluto, y cómo conseguir que sus lectores se interesen por ellas? Es, por otra parte, imposible dejarlas al margen de las obras novelescas, puesto que las personas vulgares son en cada momento los más numerosos y esenciales eslabones en la cadena de los asuntos humanos y, por lo tanto, si se prescinde de ellas, se quita a la narración toda apariencia de verdad. Llenar una novela completamente con tipos y caracteres extraños e inverosímiles la convertiría en irreal y aun en poco interesante. A nuestro juicio, el escritor debe buscar rasgos instructivos y de interés incluso entre las personas más comunes. Cuando, por ejemplo, la verdadera naturaleza de ciertas personas vulgares consiste en su perpetua e invariable vulgaridad, o, mejor aún, cuando, a pesar de sus vigorosos esfuerzos para escapar a la vulgaridad y a la rutina diaria, permanecen siempre encadenadas a ellas, tales personas adquieren un carácter típico y propio: el carácter de un ser completamente vulgar empeñado en substraerse a la vulgaridad por encima de todo, sin la menor posibilidad de conseguirlo.
A esta clase de personas vulgares o corrientes pertenecen ciertos personajes de mi novela, cuyos caracteres, he de confesar, no han sido debidamente explicados al lector. Tales eran, por ejemplo, Bárbara Ardalionovna Ptitzina, su marido, Ptitzin, y su hermano, Gabriel Ardalionovich.
En efecto, no hay cosa más enojosa que ser hombre de buena familia, de agradable apariencia, bastante inteligente y de buen carácter y, sin embargo, no tener talento alguno, ninguna facultad especial, ninguna peculiaridad, ninguna idea propia: ser, en suma, como los demás… Poseer una fortuna, pero no la de Rothschild; ser de familia honrada, pero que no se ha distinguido en nada nunca; tener una agradable apariencia, pero muy poco expresiva; disfrutar de una esmerada educación y no saber cómo utilizarla; atesorar inteligencia, pero ninguna idea personal; tener buen corazón, pero sin generosidad, y así sucesivamente. Existe en el mundo una extraordinaria multitud de personas así: una multitud mucho mayor de lo que parece. Como las demás, estas personas pueden dividirse en dos clases: gentes de limitada inteligencia y gente de inteligencia mucho más despejada. Los primeros son más felices. Nada es más fácil para la gente vulgar de inteligencia limitada que suponerse excepcionales y originales y vivir en esta ilusión sin el más leve desengaño. A algunas señoritas rusas les basta cortarse el cabello, ponerse gafas azules y calificarse de nihilistas para suponer, en el acto, que han adquirido «convicciones» propias. A ciertos hombres les basta percibir en su alma el más tenue rayo de amabilidad hacia sus semejantes y de emoción para persuadirse definitivamente de que nadie siente como ellos y resultan la vanguardia en el desarrollo de la humanidad. A algunos les basta oír alguna idea ajena o leer una página determinada para convencerse de que lo oído o leído es su propia opinión, espontáneamente brotada de su cerebro. La insolencia de esta ingenuidad, si cabe expresarse así, es sorprendente en casos de este orden, y por increíble que parezca, tales casos se encuentran muy a menudo. Esta insolencia de la ingenuidad, esta firme confianza del hombre estúpido en sí mismo y en sus talentos, han sido soberbiamente descritas por Gogol en el maravilloso carácter de su teniente Pirogov. Pirogov no siente la menor duda de que es un genio superior a todos los genios. Tan seguro está de ello, que ni siquiera lo somete a discusión. Por eso no discute ni pregunta nunca nada. El gran escritor se ve forzado a castigar a su héroe en el desenlace, para satisfacer el ultrajado sentimiento moral del lector; pero, en vista de que el gran hombre, después del castigo, se limita a restaurar sus energías consumiendo una empanada, el autor alza las manos, desolado, y deja a sus lectores que extraigan la mejor conclusión posible de la moraleja. Yo he lamentado siempre que Gogol eligiese para protagonista a un hombre de tan humilde calidad, porque Pirogov estaba tan contento de sí mismo, que nada le hubiese sido más fácil que imaginarse, a medida que con la edad aumentara en grado, un genio de la guerra, o, mejor dicho, no imaginárselo, sino darlo por hecho. ¡Puesto que era general, necesariamente habría tenido que ser un astro de la estrategia! ¡Y cuántos hombres así han sufrido terribles errores en el campo de batalla! ¡Cuántos Pirogov ha habido entre nuestros escritores, nuestros sabios y nuestros propagandistas! Digo «ha habido», pero, desde luego, los hay aún.
Gabriel Ardalionovich Ivolguin pertenecía a la segunda de las categorías mencionadas, es decir, a la de los más inteligentes, aunque el afán de originalidad se había apoderado de todas las fibras de su ser. Como ya observamos, esta segunda clase es más infortunada que la primera, porque el hombre vulgar inteligente, aun cuando en ocasiones, y aun siempre, se juzgue genial y originalísimo, siente roerle el corazón el gusano de la duda, y ello le sume a veces en amarga desesperación. Aun si logra someter esa duda, el veneno de ésta acaba por emponzoñarle. Pero estamos extremando las cosas. En la mayoría de los casos, estas personas no terminan tan trágicamente. A lo sumo, en los últimos años de su vida enferman del hígado y nada más. Pero antes de esto, muchos de tales hombres hacen incontables locuras durante años, en su afán de mostrarse originales. Incluso se dan ejemplos curiosos: hay hombres honrados dispuestos a cometer cualquier vileza con tal de acreditar originalidad. A veces esos hombres infortunados son, además de honestos, buenos, obran como el ángel tutelar de su familia, mantienen con su trabajo, no sólo a sus parientes, sino a otros y, con todo, no se encuentran satisfechos nunca en su vida. La idea de que han cumplido bien sus deberes no los consuela ni anima. Antes al contrario, los enoja: «En esto he malgastado mi vida — comentan —; esto me ha ligado de manos y pies, impidiéndome realizar alguna empresa grande. Yo no había nacido para esto; yo estaba predestinado a descubrir… la pólvora o América, o no sé exactamente el qué, pero indefectiblemente habría descubierto algo.» Lo más característico de estos señores es que en toda su vida no llegan realmente a saber a ciencia cierta qué es lo que tanto necesitan descubrir ni qué es lo que durante toda su vida están dispuestos a descubrir: ¿la pólvora o América? Pero sus sufrimientos y su ansia de descubrir hubieran sido más que suficientes para un Colón o para un Galileo.